martes, 1 de octubre de 2013

Chef Sebastian Minervini




El frío era tan intenso aquella tarde,
que la sensación de helor que
provocaba el gélido viento, acartonaba
las extremidades de quien se expusiera
a aquella ventisca helada. En el
cementerio de Santa Elena apenas
aguantaban a la intemperie catorce o
quince personas, estoicamente, en pie,
sólo sostenidos por su propio dolor
mientras escuchaban con poca
atención el piadoso sermón del padre
Damián.
Era el día del entierro de Clara López.
Sólo la familia y unos cuantos amigos
habían acudido a darle el último
adiós. En primera fila y junto al
sacerdote, sollozaban Juan y Carlos,
marido e hijo de la difunta. Abrazados
y en silencio observando con
impotencia cómo los dos operarios del
cementerio introducían el ataúd color
de haya en el nicho después que el
presbítero hubo finalizado su oración,
coreada de un apagado amén. Acto
seguido, Juan depositó encima del
féretro un triste ramo de rosas rojas y
blancas envueltas en celofán, justo
antes de que los albañiles sellasen el
nicho bajo la atenta mirada de todos
los presentes. Primero un murete de
ladrillos y después una capa de yeso
blanco para cerrar el hueco antes de
encajar la lápida.
—Te acompaño en el sentimiento, Juan
—le dijo Alberto con solemnidad
mientras le abrazaba—. La vamos a
echar mucho de menos. —Apostilló
con tristeza.
—Muchas gracias —le respondió Juan
con voz entrecortada mientras unas
amargas lágrimas escapaban de sus
ojos.
Durante unos minutos, Juan recibió
las condolencias y pésames de
algunas personas queridas. Cuando
terminó de atenderles, camino de la
desvencijada puerta del cementerio, el
padre Damián se dirigió a él:
— ¿Cómo te encuentras?— le preguntó
amigablemente.
El joven viudo apenas fue capaz de
asentir lastimeramente mientras su
mirada, perdida y vacía, inundada de
dolor, vagaba por el horizonte como
alma en pena. El sacerdote respetó el
sufrimiento silencioso de su sobrino y
le acompañó con aflicción junto a su
hijo y el resto de allegados hasta el
aparcamiento exterior.
Alberto, el compañero de trabajo de
Juan, caminaba con su esposa, Eva,
unos metros por detrás.
— ¿Todavía no se sabe nada? —susurró
Eva a su marido.
—Te he dicho que no es el momento de
hablar de estas cosas —respondió
Alberto con gesto de enfado por la
inoportunidad de la pregunta. —
Además, no se conocen los resultados
definitivos de la autopsia, hemos de
esperar...
— ¡Seguro que la mataron! —
interrumpió Eva ante el desespero de
su marido ¡Dicen que la encontraron
muerta en su coche...! Y además ¡la
policía no encontró sangre! Eso no es
normal...
El siniestro viento helado sopló con
violencia obligando a los asistentes a
apretar el paso, acallando los rumores
de las habladurías y arremolinando
las hojas caídas al son de un silbido
inquietante.
Mientras, en otro lado del cementerio,
dos operarios se afanaban por
terminar pronto su trabajo.
— ¡Este maldito tiempo! Tengo las
manos congeladas. Acaba ya con la
lápida que está anocheciendo, y ya
sabes que no me gusta andar de
noche por el cementerio —dijo Samuel,
que rondaba los cuarenta años y lucía
un rizado cabello entrecano.
—Me parece que no vamos a tener
suficiente yeso —insinuó Saturnino a
su compañero.
Los dos se miraron durante unos
segundos y Saturnino comprendió que
de nuevo le tocaba a él ir a buscar lo
que faltaba a la vieja y destartalada
caseta de los trastos.
— ¡Maldita sea! Es la tercera vez que te
quedas corto esta semana. ¡Siempre
tengo que ir yo cuando falta algo! —
protestó.
—Está bien, está bien, si quieres voy
yo, pero no sé que irá a opinar tu
mujer si se entera donde estuviste el
martes por la noche... —espetó Samuel
con una malévola sonrisa entre los
labios.
No era la primera vez que chantajeaba
a su compañero a costa de aquella
noche en el prostíbulo del pueblo de al
lado, pero en cierto modo se
regodeaba de la forma en que podía
manipularle, siempre con ese tono
ironista que le distinguía.
— ¡Eres un cerdo! —masculló el
resignado Saturnino tras arrojar al
suelo su espátula y enfilar a
regañadientes el camino de la caseta
mientras su colega le observaba con
una sonrisa de complacencia: una vez
más se había salido con la suya.
Samuel se frotó las manos para
hacerlas entrar en calor. Nunca usaba
guantes en el trabajo, ya que según él
"perdía el tacto de las cosas". Miró
hacia arriba por encima del pasillo de
nichos donde se encontraba y observó
la silueta fantasmal de la luna llena,
recortada sobre un cielo negro y
espeso, nublado, oscuro... Se apercibió
que casi había anochecido, sólo la luz
mortecina de unas pequeñas lámparas
iluminaban aquel tétrico lugar. A él
tampoco le gustaba permanecer en el
cementerio de noche, quizás fueran los
miedos inculcados desde niño;
aquellas supersticiones sobre los
fantasmas que deambulaban entre la
bruma que tanto le habían
aterrorizado. Él nunca había visto
nada, pero tenía claro que no iba a
quedarse allí dentro para comprobarlo.
— ¡Demonios! ¡Qué frío hace! —habló
en voz alta mientras se abrochaba el
último botón de su anorak. Buscó
nervioso en el bolsillo del pantalón su
paquete de tabaco. Se llevó a la boca
un cigarrillo y tras varios intentos,
pudo encenderlo a pesar de las fuertes
rachas de viento.
Fue tras dar la primera calada al
cigarro cuando oyó algo. No sabía
bien lo que era pero estaba seguro de
haberlo escuchado. Giró sobre sí
mismo, observó alrededor y no vio
nada extraño. Las silenciosas hileras
de nichos salpicados de ramilletes de
flores mustias le observaban
impasibles desde la penumbra. Sus
ojos no alcanzaban a observar nada
vivo, ni tan siquiera las ramas peladas
y nudosas de los árboles secos que
asomaban, amenazantes y grotescas
por encima de los nichos.
Samuel se hallaba en la mitad del
pasillo dieciséis, de unos treinta
metros de largo acotado por dos
hileras de nichos. El cementerio de
Santa Ana era completamente
rectangular, con sus calles
perpendiculares unas a otras. El lugar
donde ahora se encontraba estaba
bastante alejado de la salida, por eso
resultaba difícil que pudiera
escucharse la voz de una persona
desde el exterior, y como siempre él y
su compañero eran los encargados de
cerrar el cementerio, luego nadie más
quedaba allí dentro salvo ellos "Y los
muertos no hablan" Pensó.
Volvió a escuchar algo y se sobresaltó,
sintió erizarse el vello de su cuerpo
porque a pesar de estar solo, creía
haber oído... un susurro. No podía
identificar exactamente de dónde
procedía, porque las repentinas rachas
de viento se lo impedían.
— ¡Muy gracioso Saturnino! —espetó en
voz alta tratando de convencerse de
que era su compañero quien le
intentaba gastar una broma macabra
— ¡Te he descubierto! ¡Sal ya de donde
estés y dame el maldito yeso que hace
mucho frío!
El silbido del viento fue la única
respuesta. Samuel protegió sus ojos
de un remolino de aire y tierra que le
cegó durante algunos segundos. De
repente, cesó la ventisca, y el sepulcral
silencio permitió a Samuel escuchar
los acelerados latidos de su propio
corazón. En aquel momento un nuevo
susurro, esta vez más alto y nítido le
hizo darse la vuelta. Un escalofrío
recorrió su cuerpo cuando consideró la
posibilidad de que el misterioso
murmullo proviniese de aquella tumba
recién sellada.
Permaneció durante unos instantes de
pie, inmóvil frente al nicho, con los
ojos muy abiertos. Unas gotas de
sudor frío resbalaron por su frente. A
pesar de que el pavor había hecho
presa en él, algo le impedía salir
corriendo. Quizás la vergüenza de
encontrarse con Saturnino y sentirse
ridículo huyendo de algo sin
fundamento le hizo reaccionar con
más templanza. ¿Realmente había
oído aquello? ¿Provenía de allí? ¿Sería
una broma de su colega? ¿O quizás
habrían enterrado a una persona
viva...? Sin pensarlo dos veces recogió
el martillo del suelo y se acercó a la
tapa del nicho. Su corazón palpitaba
de forma salvaje cuando aproximó su
rostro temeroso al sepulcro: nada se
oía. Se acercó aún más al nicho y
aplicó su oído izquierdo a la losa de
mármol.
—Abre la lápida— susurró con
suavidad una voz de mujer...
Saturnino se esforzaba por colocar
una bombilla en el techo de la vieja
caseta. Había tardado un buen rato
para encontrarla en medio del
desorden de aquella hedionda leonera
sumido en la oscuridad más completa,
con la única ayuda de la luz de su
mechero.
"Me voy a tomar mi tiempo para
arreglar esto" pensó Saturnino con
desdén.
Imaginaba a Samuel tiritando de frío
en el exterior, mientras él recuperaba
su resuello dentro de aquel maloliente
chambado. "Se lo tiene bien merecido
el cabrón”.
Según transcurrían los minutos, el
achaparrado albañil fue consciente de
que debía volver lo más rápido posible
con el yeso, ya que, sumido en sus
pensamientos vengativos, había
olvidado que la noche caía sobre el
cementerio con toda su negrura.
A pesar de los incidentes ocasionados
por el peculiar carácter de Samuel,
Saturnino había desarrollado una
importante dependencia hacia él.
Juntos visitaron lugares que jamás
hubiese soñado, alternando con las
mejores prostitutas de la comarca, y
además, cuando iba mal de dinero,
incluso le prestaba algo, eso sí, con
intereses. No había nada que hiciera
por él de forma filantrópica, porque al
fin y al cabo le utilizaba y explotaba
aprovechándose de su poca
inteligencia.
Cuando pudo encender la luz, encontró
un saco de yeso medio lleno que había
tirado en una esquina justo al lado de
una sucia manguera. Al abrir la
puerta, se sorprendió de que el viento
hubiese cesado, aunque todavía hacía
frío. Caminó con paso vivo hacia el
pasillo número dieciséis, y mientras,
pensaba con cierto regodeo en el
tiempo que había hecho esperar a su
colega.
"Espero que no se enfade mucho"
Saturnino, conocía desde tiempo el
carácter de su compañero y sabía de
su mal talante, pero había disfrutado
su "pequeña venganza

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