domingo, 26 de enero de 2014

Liliana Valera



                                   El Taxidermista

 Acomodó  cuidadosamente  la cabeza de su última  víctima. Esta vez le había tocado el turno a un oriental; un hombre de unos  cincuenta años, otro pobre desgraciado que caminaba por donde no debía, a una  hora que no debía.

Le  había caído por sorpresa clavándole con precisión un puñal repetidas veces  entre las costillas, debajo de los pulmones, como para sacarle todo el aire en  forma instantánea e impedirle gritar.
Luego  con escalofriante pulcritud y rapidez había seccionado la cabeza con la  habilidad de un cirujano y carnicero a la vez.

Era  su octava cabeza embalsamada. La taxidermia la efectuaba con tanta perfección  que uno podría decir que la cabeza tenía vida al momento de ser puesta en ese  altar; ese altar levantado en honor a su madre, a su querida progenitora, aquélla que siempre se había reído de él  diciéndole que era un alfeñique, un
estúpido  al cual cualquiera podía ganarle con un soplido.

Junto  al retrato de la anciana, muerta hacía dos años, reposaba su cuerpo  embalsamado.
El  había  profanado su tumba  para  perpetuarla, para sentirla cerca de él, para saber que ella estaría viendo que  su hijo era valiente y que su profesión no era la de un vulgar cobarde que sólo  podía con animalitos muertos.  De esta manera ella vería que él era fuerte, era  el propio cazador de su orgullosa colección que hoy cobraba una víctima más.

--Ves, Mamá –dijo mientras cerraba la cortina de ese altar sagrado en su habitación de  falsa entrada (situado en el coqueto negocio de taxidermia en plena capital  metropolitana) – Aquí va uno más…puedes sentirte orgullosa de mí, soy un  valiente cazador que no sólo anda con bestias pequeñas e inmundas…ahora ya no  te reirás más de mí….¿verdad, mami?


El  ruido de un cliente en el negocio lo sacó de sus pensamientos; apresuró el  paso.
Seguramente  era ese policía; hacía rato que andaba tras él. ¿Estaría sospechando?
No  lo creía, se consideraba demasiado inteligente para dejar pistas… pero también  era verdad que ese policía no era ningún tonto.
Le  había hecho muchas preguntas… ¿cómo se hacía  una   incisión  tan   precisa?;  ¿ cómo   se evitaba  perder mucha sangre?; ¿qué instrumentos serían útiles para seccionar con  rapidez y maestría?, etc.…

La  charla con el policía no le había gustado mucho; éste le despertaba demasiado  resquemor: le había dicho que necesitaba diseccionar y embalsamar un pequeño  perrito que él y su esposa amaban como a un hijo y le había asegurado que se lo  iba a traer más tarde, hecho que él interpretó como un funesto desenlace.


--¡Señor  Wrunt! ¡Señor Wrunt! –escuchó sabiendo que quien gritaba su nombre era el  policía. Tomó el bisturí más filoso que poseía y giró la cabeza hacia donde  reposaba escondido el cuerpo de su progenitora.
--Esta  vez estarás más orgullosa, madre…es el turno de un policía –dijo mientras  respondía al llamado—Voy sargento Raen…Voy.
La  cabeza del policía rodó al caer de las manos de Wrunt en el preciso instante en que los gritos de aquella mujer que  cargaba el cadáver de un perro entre sus brazos lo sobresaltaron.


 *Cuentos para no dormir- 2008

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