martes, 11 de noviembre de 2014

Javier Haro Herraiz

    1.  

      TENGO UNA MUÑECA

El anciano Mr. Kirby, tras el recuento de la recaudación diaria, salió de su tienda, con intención de volver a casa, junto a su esposa.
Cerró la puerta del establecimiento y, silbando una alegre tonadilla, se alejó calle abajo, a duras penas iluminado por la escasa luz de las farolas.
Atrás dejaba la tienda, después de diez horas de trabajo.
Era un local grande, aunque Kirby había conseguido convertirlo en un lugar acogedor a pesar de su tamaño, y el polvo se acumulaba sobre las estanterías, a veces incluso semanas enteras, hasta que la esposa del anciano, se decidía a visitar el lugar, y las limpiaba, sin hacer caso de las protestas de su marido, quien aseguraba que, el polvo, le daba a la tienda un aire más digno, más antiguo, pues, en el establecimiento, había montado Kirby su prospero negocio de antigüedades y cosas raras. Allí podías encontrar casi cualquier cosa: Desde una vieja plancha de hierro fundido que, tal vez, perteneció al Presidente Franklin. Hasta el cromo aquel que nunca aparecía en los sobres que te comprabas de niño. Mas, sin duda alguna, de lo que más orgullosos estaban los dos viejos propietarios del bazar, era de su colección de muñecas. Muñecas antiquísimas, se rumoreaba que la más “moderna” de aquellas muñecas databa de antes de la Segunda Guerra Mundial, y que había pertenecido a la familia del Presidente Roosvelt. Su valor, como se comprenderá, era poco menos que incalculable. No era, sin embargo, ésta la preferida de Kirby, si no una mucho más vieja, sucia con el trajecito medio descosido, con las manitas de porcelana, y un único ojo de vidrio, a la que el viejecito había bautizado, desde el primer día, con el nombre de “Rose Mary”, en honor de su única hija, muerta cuando a duras penas tenía tres años, en un horrible accidente de tráfico.
Como ya hemos dicho, Douglas Kirby, caminaba hacia su casa, donde le esperaba su amada mujer, con el plato de cena sobre la mesa y una amorosa sonrisa en los labios. Recién había cumplido los setenta años, pero conservaba intacto todo su cabello, aunque completamente blanco. Poseía un rostro alargado y fino, ojos pequeños y vivarachos, una nariz prominente, y una boca pequeña, de labios finos, y constante gesto fruncido.
Pocas eran las veces que, fuera de su tienda, se paraba a charlar con sus conciudadanos, lo que había generado el rumor absurdo de que, estaba un poco chiflado. Muchos afirmaban que había traspasado el límite, y lo acusaban de hablar con sus muñecas cuando se quedaba solo en el establecimiento.
En un bar cercano, mientras tanto.
―¿Vosotros no sois de por aquí, verdad? –Willie, dueño del bar, no quitaba ojo de los dos forasteros que, sentados en una mesa cercana a la puerta, vigilaban, con demasiada atención, la tienda de antigüedades.
―¿Eh? –Uno de los tipos, dedicó a Willie una extraña sonrisa―. No, somos de Chicago.
―Ah –El barman, asintió con un leve cabeceo, y dedicó su atención a un nuevo cliente, que acababa de entrar.
Poco más tarde, William, volvía a interesarse por los dos desconocidos:
―¿De Chicago, ha dicho?
―Así es, de Chicago –respondió, de nuevo, el mismo hombre.
―¿Son anticuarios? –El dueño del establecimiento, hizo un gesto con la cabeza, en dirección a la tienda de Mr. Kirby.
―¡Oh, no! –Contestó esta vez el otro hombre.
―¿Ah, no?
―No, no.
―Pues parecen muy interesados en el anticuario –comentó Willie, con tono mordaz e irónico
―Eso, amigo, se debe a que nos gustan las antigüedades –se apresuró a responder, de nuevo, el primero de los dos individuos.
―Ah, pues, en esa tienda, lo máximo que encontrarán, serán muñecas rotas, cubiertas de polvo –y, tras este comentario, Willie, dejó el tema por zanjado y se dedicó de lleno a atender a los parroquianos.
Media hora más tarde, los dos forasteros, salían del bar, y se encaminaban al motel de la viuda Klein, donde habían alquilado un par de habitaciones, las cuales, según su costumbre, no tenían pensado pagar, cosa que llevaban haciendo, impunemente, desde hacía meses, en su recorrido de robos y atracos por los E.E.U.U.
―¿Crees que el barman hablaba en serio, Roy?
―No. Supongo que lo dijo para despistar. Seguramente se olió lo qué pensamos hacer y…
―Pensó que, si nos decía que en la tienda no hay nada de valor, nosotros nos iríamos del pueblo, ¿verdad?
―Marty, eres un chico listo –el llamado Roy, alzó la cerveza que estaba bebiendo, y brindó a la salud de su compañero.
Horas después, ya entrada la noche, los dos delincuentes salían de sus habitaciones, y se dirigían a la tienda de Mr. Kirby, llevaban un gran saco de tela.
―Si todo lo que nos contó aquel tipo, es cierto, podemos hacer un gran negocio.
―Pues, Marty, yo no acabo de creérmelo –Roy se detuvo, y miró a su amigo, mientras rebuscaba el juego de ganzúas en los bolsillos de su pantalón―. Hasta que no lo vea con mis propios ojos.
―¡Mira, ahí está la tienda! –Marty, hizo un gesto a su amigo y, tras comprobar que no había nadie en las cercanías, cruzó la calle en dirección al bazar de Mr. Kirby.
―Deja, voy a probar con las ganzúas –Roy, sin perdida de tiempo, mientras su compañero vigilaba, comenzó a manipular la cerradura de la persiana con el juego de garfios.
―¿Ya está?
―¡Sí! –Levantaron la persiana lo suficiente, para poder entrar agachados al interior del local―. Comencemos a buscar.
―¡Mira! –Exclamaba, pocos minutos después, Roy, mientras mostraba a su compañero una pequeña cajita tallada en ébano―. ¡Esto debe de valer, por lo menos, trescientos dólares!
―Deja eso –ordenó, Marty, con voz firme―. Aquel hombre fue claro. Sólo las muñecas.
―O.K. –Roy, devolvió la caja de madera a su lugar, y siguió a su compañero al fondo de la tienda, en busca de la valiosa colección de muñecas antiguas.
―¿Ves algo?
―No, esto está muy oscuro.
―Espera –Marty rebuscó en los bolsillos de su pantalón, hasta dar con una pequeña linterna―; ahora –encendió la diminuta lamparilla de bolsillo iluminando, con el pequeño haz de luz, una enorme estantería, repleta de muñecas y muñecos.
―¡Joder, qué susto! –Exclamó Roy, al ver todos aquellos rostros de porcelana, mirándoles desde los estantes.
―¡Chist, calla! –Su compañero se llevó un dedo a los labios―. Vamos a meterlas en la bolsa.
―Espera –pidió Roy, mientras se alejaba camino de la puerta del local―; me he dejado el saco en la entrada.
―No tardes.
Y, Marty quedó solo, en el estrecho pasillo de la oscura tienda.
No habían pasado ni un minuto…, cuando…
―¡FUERA!
―¡Eh! –Marty, espantado, giró la cabeza hacia el lugar de donde había surgido la voz, sin encontrar otra cosa que las viejas muñecas.
Mientras, en la entrada:
―¿Dónde mierda habré dejado el maldito saco? –Iluminándose, a duras penas, con el débil resplandor que entraba por debajo de la persiana Roy buscaba la bolsa de tela.
Finalmente, tras varios minutos de búsqueda se incorporó y marchó en busca que su amigo con intención de pedirle la linterna.
―¿Marty, estás ahí? –Sin respuesta―. Necesito la linterna…
―¡Roy, por favor, ayúdame!
―¿¡Marty!? –A tientas, el ladrón, siguió la voz de ayuda de su amigo, hasta llegar al lugar donde, hacia escasos cinco minutos, le había dejado para ir a por el saco. Mas, junto a la estantería llena de muñecas, no había nadie… Sólo la pequeña linterna, aún encendida tirada en el suelo.
―¿Qué está pasando aquí? –Roy temblando de pies a cabeza, se agachó y recogió la lamparilla portátil―. ¿Marty…, estás ahí…?
―¡FUERA!
―¿Q―quién anda ahí? –A duras penas pudo evitar el ladrón que, con el susto, la linterna de bolsillo cayese de sus manos.
Y, entonces, como en una extraña y psicodélica pesadilla… Ante los asombrados ojos de Roy, una a una, todas y cada una de las muñecas de la estantería, comenzaron a agitarse…, a moverse y… ¡A hablar!
―¡Eres malo! –Murmuraban, mientras, con sus diminutos deditos de porcelana, señalaban al maleante―. ¡Y te vamos a castigar!
―¡Mierda! –Roy giró sobre sus talones, e intentó escapar.
―¿Dónde crees qué vas? –A sus pies, tres muñecos, le cortaban el paso, estirando sus blancos bracitos hacia él―. ¡Vamos a castigarte!
―¡No, malditos monstruos! –Furioso, y asustado, Roy, comenzó a patear a los muñecos, quebrando sus frágiles bracitos y cabezas de porcelana.
―¡Asesino, asesino! –Gritaban, desde el estante aquellas muñecas que no podían moverse.
―¡Muerte al ladrón! –Se escuchó, de repente, una voz mucho más potente que las otras―. ¡Qué corra el mismo destino que su cómplice! –Y, algo, surgió de detrás de la estantería.
―¡Mierda, joder, Hostia puta! –Roy tropezó y cayó al suelo, cuan largo era, al ver aquello que se le venía encima.
―¡Tu amigo está aquí, conmigo! –Armada con unas pequeñas tijeras de costura, una muñeca, bastante más grande que el resto, avanzaba hacia él, sonriéndole, mostrándole unos blancos dientecillos de plástico.
―¿Quién…, qué eres tú…? –El ladronzuelo, intentó reptar hacia atrás, apoyándose en sus codos.
―Me llamo Rose Mary, y soy una linda muñequita –canturreó la muñeca, mientras daba un paso hacia Roy―. Juega conmigo y seamos amigos.
―¡Nooo!
Al día siguiente…
―¿Y, dice usted, Mrs. Klein, que esos dos hombres marcharon sin pagarle el alquiler de las habitaciones? –Nick Travis, Jefe de Policía de “Rock Bridge”, tuvo esa mañana doble trabajo. Por un lado, el atraco a la tienda de antigüedades del viejo Kirby. Por otro, dos tipos habían marchado, sin pagar, del motelito de la viuda Klein.
Mientras, en el bazar de Kirby.
―No se llevaron nada –Lucille Kirby, ayudaba a su marido a recoger las muñecas caídas de las estanterías.
―Seguramente, no tenían ni idea del valor de estas muñecas –su marido, con gesto amoroso, tomó a “Rose Mary” del suelo, y la volvió colocar en su sitio, mientras le susurraba en su orejita de porcelana― Muchas gracias.
FIN

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