miércoles, 12 de noviembre de 2014

Diego Furbatto



El paso de las Piedras Lajas

Capítulo 17 del libro Letgrín de Eumeria, primero de la saga Las Crónicas de Koon Epolenk. 

La cara de sorpresa de Letgrín sólo era comparable con la expresión de asombro de sus compañeros. Sin embargo, nadie rompió el silencio y juntos continuaron avanzando hasta las madrigueras. Sentados alrededor del fuego, sólo cuatro comían carne asada, el resto conversaba en las cercanías.
-¿No se contagian por mordidas? –preguntó LeFleur, sorprendido.
-No es una enfermedad –explicó con voz tensa el jefe de la manada–. Es un don con el que se nace.
-Nadie nos ha enseñado, repetimos lo que se nos ha contado –dijo LeFleur en tono de disculpa, percibiendo la incomodidad causada. El jefe bajó la cabeza, aceptando las palabras.
-¿Se pasa de padres a hijos? –preguntó Wed.
-De ambos padres licántropos, nace un hijo lobo y son escasas las veces que eso no ocurre. Cuando sólo uno de los padres lo es, las chances se reducen a la mitad. Cuando la madre es lobo, mejoran las posibilidades –explicó un anciano.
-Queda en la sangre –dijo Fini, que había estudiado seriamente a los licántropos–. A veces dos humanos tienen un lobo, porque en sus ancestros alguna vez hubo alguno y lo llevan en la sangre sin saberlo, cuando se mezclan se produce el portento. -El anciano afirmaba con la cabeza.
-Una vez que detectamos algún caso, estamos atentos a su ingreso a la pubertad, cuando comienzan los cambios, para enseñarles a dominar la transformación. Luego eligen si vuelven a su vida anterior o si se unen a la manada –dijo Gunny y miró a Fini. Ella devolvió una leve sonrisa.
Las madrigueras eran una serie de cuevas interconectadas en la ladera de un cerro. Un claro de considerables dimensiones albergaba algunas chozas. Pocos en la manada elegían la forma humana para vivir. Escaseaban las prendas de vestir y los utensilios para alimentarse, al menos en los espacios comunes. La conversación fue cambiando de tópicos y, poco a poco, los fueron dejando cada vez más solos. Pasada la medianoche, sólo un puñado de locales acompañaba a los forasteros cuando Fini hizo al fin la pregunta que determinaría su itinerario.
-Vamos hacia el Brazo Tristeza. Según los mapas, tenemos que atravesar esas montañas -dijo, señalando la oscuridad.
-Atravesando la primera cadena, en las laderas del valle, viven los necrófagos. Desde hace un tiempo que están más activos, más agresivos. Abandonan su territorio y se aventuran más allá de la hondonada. Hemos tenido algunos encuentros, para recordarles los límites –contestó Duglas.
-Tenemos que patrullar constantemente las montañas. Cada noche encuentran un nuevo paso, otra cueva conectada –dijo un lobo anciano.
-Están más astutos, no son sus salidas habituales en busca de viajantes desprevenidos, pareciera que tienen un objetivo. Todos se dirigen al Gran Lago, hacia los poblados de sus márgenes. Están buscando sangre –terció una loba.


-Eso no es posible –intervino Gunny–. Su principal característica es su desorganización. Su propia individualidad fue siempre nuestro mejor recurso para mantenerlos controlados.
-¿Mantenerlos controlados? –preguntó LeFleur, sorprendido.
-Los lobos nos hemos convertido en su enemigo natural. Ellos comen carroña y, cuando pueden, carne y sangre humana. Los lobos siempre están asentados cerca para controlarlos. Su aspecto parece endeble, pero son más fuertes que cualquier hombre, y difícilmente un arma blandida por un humano pueda ultimarlos en un solo golpe –dijo Fini, sorprendiendo nuevamente a sus compañeros con sus conocimientos.
-¿Cómo son? –preguntó Letgrín.
-Son bajos, más o menos de la estatura de una mujer madura –dijo la loba–, su cuerpo es lampiño, las orejas están algo separadas de la cabeza y tienen forma puntiaguda. Sus dedos son largos y flacos y terminan en garras, tanto en manos como en pies. Puedes observar sus costillas bajo la piel, pero son duros y su fuerza puede hundir un cráneo con absoluta facilidad-. Luego de darles un tiempo para que absorbieran la información, continuó:
-Pero su principal arma son las garras, la infección de sus cortes es tan letal como el golpe mismo. Se dice que se impregnan en veneno, yo pienso que es la carroña con la que conviven. Son resistentes para correr y, cuando quieren, son veloces. Avanzan medio agazapados y son poco amantes de la luz solar, sin embargo, pueden andar bajo el sol cuando es necesario.
-Panorama poco alentador –dijo Wed–. Tengo cierta inclinación a cambiar el recorrido.
-Eso no es todo –retomó Duglas–. Coincidentemente con la excitación de los necrófagos, ahora gárgolas y arpías comparten los dominios, alto en las escarpadas rocas de los picos. No suelen mezclarse los unos con los otros, aunque a veces disputan alguna presa. Sin embargo, comparten territorio y eso no es usual.
-Quedan descartados los pasos en las montañas –dijo Fini, categórica–. Podríamos esquivar a unos usando los pasos altos u otros por los valles, pero jamás pasaríamos entre todos ellos.
-Parece una línea de defensa establecida intencionalmente –reflexionó Wed en voz alta. Sus compañeros lo miraron en silencio. El lobo jefe asintió con la cabeza.
-Si juntamos las piezas del rompecabezas, todo da para pensar que están evitando que alguien llegue al otro lado –continuó Wed.
-¿De qué otra manera se puede llegar? –preguntó Gunny.
-Evidentemente, por agua –acotó Letgrín, visualizando los mapas en su mente–. Pero debemos retroceder mucho para obtener una embarcación.
-El paso de Las Piedras Lajas –dijo el lobo anciano. Los forasteros se miraron, esperando que alguien reaccionara a la información. Instantes después, estaba claro que no lo conocían ni de nombre.
-¿Por qué nunca lo escuchamos mencionar?
-Hay muchas historias –contestó el anciano- y los hombres han decidido olvidarlas. Cuando quieren, los humanos pueden tener muy mala memoria.
-Es tarde –dijo el anfitrión– y están cansados. La luz del día traerá nuevas ideas.
Acompañados por los lobos, llegaron a la primera de las chozas. Era pequeña pero podía acoger perfectamente a los cinco. El fuego ya había sido encendido. Un par de gruesas velas iluminaban la estancia, que se encontraba limpia y bien mantenida. Gunther optó por quedarse fuera, con los de su especie.
-¿A qué se refirió con “Portador”? –preguntó LeFleur cuando estuvieron solos. Letgrín esperaba se hubieran olvidado, pero sin confiar demasiado en su suerte, había estado dando vueltas a una respuesta lo más neutra posible. El resto esperaba en silencio.
-A las espadas. No son espadas viejas como creíamos, espadas de descarte. Son las espadas de guerreros de leyenda. –Había mencionado las armas más veces en esa frase que desde el día en que las recibió.
-¿De guerreros de leyenda? –Ahora fue Wed quien habló-. No hay muchas opciones.
-No tengo permitido hablar de eso –dijo Letgrín en tono de disculpa, dirigiendo la mirada a LeFleur, quien asintió con la cabeza, sin regaños ni cuestionamientos, aceptando sin restricciones las palabras de su amigo. Durmieron profundamente hasta entrada la mañana. Ya aseados, salieron al claro, caminando relajados y conversando. Ahora que lo veían iluminado por el sol, resultaba tener proporciones mayores a las estimadas. Detrás de las viviendas, habían visto una cabaña de troncos, grande, con ventanales considerables y una vasta chimenea de piedra. A su alrededor, un alero cubría unos dos metros, el piso de madera aislaba la tierra y sostenía lo que parecían unos confortables sillones, también de madera. Almohadones exquisitamente bordados invitaban al descanso y al solaz. Los postigos habían sido abiertos, dentro de la vivienda podía observarse una mesa con libros y pergaminos, agitados por la brisa que ventilaba la casa. En la pared opuesta, una inmensa biblioteca recogía un sinnúmero de volúmenes, dispuestos de manera ordenada por tamaño y color de la encuadernación. Los cuatro se quedaron petrificados, sin poder desviar la mirada. El habla parecía pertenecer a una raza ajena a ellos. Gunny llegó en forma de lobo y, de un paso a otro, tomó forma humana; su transformación rompió el hechizo. Intrigados, los tres hombres miraban el pantalón que lo cubría en su forma humana.
-No es de tela, es un estado intermedio de transformación, una mezcla de piel y pelaje. Lo aprendemos en la juventud, para estar preparados en caso de transformaciones de emergencia –les dijo.
-En los viajes –agregó Fini– llevamos una muda de ropa para cuando llegamos a poblados y ciudades. Normalmente me encargo de eso, porque no suele poner demasiada atención en su aspecto. Luego de dos o tres semanas en el bosque, su apariencia deja mucho que desear –acotó desde lo profundo de su lado femenino. Gunny levantó los hombros hacia delante mientras estiraba el labio inferior y ladeaba la cabeza hacia su izquierda, minimizando los comentarios de Fini. Caminaron hasta el fuego a tomar un apetitoso desayuno, preparado por una de las mujeres. Viendo la expresión de sus rostros y oyendo sus sonidos de placer al saborear el potaje, la mujer no podía ocultar su satisfacción.


-Hace mucho que no cocinaba –dijo, mientras una fugaz mirada se le escapaba en dirección a la cabaña–. Es bueno saber que no perdí la mano.
-Verdaderamente delicioso, no has perdido la mano, buena mujer –quiso congraciarse Wed, pero rápidamente advirtió que eran palabras mal elegidas.
-Muchas gracias –dijo la mujer. El vocabulario y la dicción habían mejorado con la práctica nocturna y muchos se sentían felices de ejercitarlo. Wed se disculpó y Gunny prometió darles clases de cortesía entre lobos. Los instruyó para evitar malos entendidos.
Durante el día no vieron a Duglas y no tuvieron oportunidad de acercarse a la morada sin parecer irrespetuosos. No obstante, su interés y ansiedad resultaban evidentes para todos los lobos. Ese atardecer, las mujeres despellejaron un jabalí, que fue a parar al asador. Un barril de cerveza descansaba en una mesa sobre unos caballetes y algunas linternas de papel se balanceaban mecidas por el viento. Poco después, algunas tortas de miel y algo de pan, acompañaban frutas y verduras que se exponían en platos de coloridas maderas. Aquí y allá, algunas antorchas despedían un aroma penetrante, aunque no desagradable, que parecía mantener a raya a los insectos. La manada fue apareciendo poco a poco en su forma humana, acercándose a la mesa alrededor de la cual ya se encontraban los extranjeros. Disfrutaban la charla, gesticulaban y encontraban un misterioso placer en tomar objetos, palparlos y pasárselos unos a otros.
-No hay razón para esto –dijo el caudillo, señalando el manoseo de objetos–, simplemente recibir visitas nos recordó viejas épocas y el anhelo colectivo cobró forma.
Un caldo de especias condimentaba un aromático asado en el espetón. Furtivas figuras atravesaban los lindes del bosque.
-No todos quieren participar, y a muchos les tocó vigilancia. En estos tiempos, no podemos descuidar nuestras obligaciones.
-Hablando de obligaciones –aprovechó Wed la puerta abierta por el comentario–, quisiéramos saber más de las Piedras Lajas. Tenemos que seguir nuestro camino.
-Esa residencia tiene las respuestas, mañana podrán visitarla a su antojo. Hoy lo aprobó el consejo.
-¿De quién es? ¿Quién vive allí? –preguntó Fini.
-Es de la manada, es nuestra. Ahora no vive nadie.
-¿Y quién la usaba? –un destello de emoción, una vibración en el tono, evidenciaban la ansiedad de la joven. No pasó desapercibido para el líder.
-Creo que ya lo sabes –dijo. El resto no sabía de qué hablaban. Gunther era el único que no mostraba una expresión de desconcierto en el rostro. Era como si ellos dos hablaran un idioma que los demás debían entender, pero por obra de algún hado, les era incomprensible. Ella ladeó la cabeza, evidenciando un principio de esclarecimiento en su rostro. Una esperanza apenas contenida se reflejaba en su sonrisa. El lobo le sonrió con juvenil ternura.
-¿Setig? –dijo ella, murmurando el nombre. El anciano de la noche anterior, que se había reunido con ellos sin que ninguno de los humanos lo percibiera, asintió con la cabeza. La muchacha lo vio. Sin esperar autorización alguna, voló hacia la
edificación, tomando a la carrera una de las antorchas que iluminaban el claro de tanto en tanto. Duglas sonrió y dijo, de excelente ánimo:
-Estimo que habrá que lavar un plato menos. Ojalá alguno de ustedes logre que se acueste, nadie los apurará mientras estudian los manuscritos. –Luego se puso serio–: Aunque de más está aclarar que los textos no pueden salir de aquí.
El banquete fue coronado por danzas y música, de instrumentos de percusión mayormente, aunque alguno se las arreglaba para rasguear un laúd y otros, para soplar una flauta. Mientras bailaban alegremente, Gunny le llevó a su compañera una bandeja con diversos alimentos, una jarra de cerveza y otra de agua. Los dos días siguientes, permanecieron dentro de los muros de troncos, alternando la lectura con debates en los momentos de comida.
-Es como encontrar a Fulgura y sentarse a conversar con él –sentenció emocionada la joven, en referencia al legendario jefe de los Dragones de Fuego–. Miles de estudios, mapas, tratados, dibujos, pócimas, huesos, huellas. Es un tesoro inimaginable. -Letgrín, Wed y LeFleur no le perdían pisada en la investigación. Habían estudiado casi todas las criaturas fantásticas que alguna vez escucharan mencionar en el pasado y otras de las cuales ni sabían que existían; y en los textos aún se insinuaba la presencia de otros seres, inimaginables para ellos.
-Necrófagos humanoides –leyó Wed–, carroñeros de extraordinaria fortaleza. No se observan órganos reproductores. La carne humana es su preferida y suelen beber la sangre mientras la víctima aún vive. Creen que los hace invulnerables. Se comunican a través de signos y sonidos guturales. Según la leyenda, nacieron en el lado oscuro de la luna y llegan al inframundo a través de un destello de plata –continuó–. Los licántropos son sus enemigos declarados. La ausencia de dolor los hace continuar su ataque mientras puedan moverse. De allí su leyenda de inmortales. Una flecha atravesando su cabeza por la boca o los ojos, o la decapitación, es lo único que los neutraliza inmediatamente.
-El paso de las Piedras Lajas –leyó LeFleur y cada uno abandonó sus actividades para reunirse a su alrededor- es un pasaje de extraordinaria belleza natural que corre a lo largo de unos cincuenta kilómetros. Atraviesa la montaña y el bosque como si de un camino se tratara. Un incierto número de lajas de enormes dimensiones se apoyan y se balancean sobre pilares de piedra, encajadas entre sí. Puede recorrerse por su superficie, cuidando el camino y evitando aquellas que oscilan. También por debajo, protegido de las inclemencias del tiempo. Estalactitas y estalagmitas destellan al sol del mediodía –continuaba leyendo cuando fue interrumpido por un impaciente Wed.
-Necesitamos saber qué sucedió y por qué es tabú. La belleza natural podremos apreciarla en vivo y en directo-. LeFleur dejó de leer en voz alta y continuó en silencio, más rápidamente. Con el dedo marcaba los renglones, saltando párrafos en búsqueda de alguna palabra guía. Al cabo de pasar un par de hojas se detuvo y leyó con concentrada atención. El resto aguardaba expectante a que retomara la palabra.
-En las noches sin día, un ejército de dos mil soldados atravesaba el paso en sigiloso silencio para atacar a las Huestes Negras, acantonadas en el puerto del Brazo Tristeza…
-¿Noches sin día? ¿A qué se refiere? -interrumpió Letgrín.
-Un momento, algo leí -dijo Wed. Se acercó a la biblioteca y eligió un volumen que hojeó apresuradamente, y luego otro. Recién en el tercero dio con lo que buscaba –. Fue un eclipse, hace cientos de años. Duró más de una semana. Estudios posteriores parecen indicar que se combinó la erupción de un volcán, tormentas eléctricas y un verdadero eclipse. El pánico se apoderó de la gente, fueron tiempos de indecible locura.
LeFleur retomó la lectura.
-Alertado por los Pardos que vigilaban, Mel Torné -Todos hicieron el signo del mal de ojo al escuchar su nombre– lanzó las salamandras desde ambos extremos del paso. Los soldados en llamas, desfigurados, corrieron a arrojarse al lago subterráneo enclavado en el centro del pasaje. De esas aguas emergió una nueva raza y los hombres que habían sido, fueron despojados de su humanidad.
-Los necrófagos, que habían sido convertidos por las salamandras –afirmó Duglas que los acompañaba ese día–. Hoy parece una marisma, el agua burbujea de puro calor y el hedor es insoportable –informó.
-Parece mucho más creíble que la versión anterior. Luego, deben haber encontrado alguna forma de reproducirse –dijo Fini. Wed sacudió la cabeza teatralmente, dibujando una mueca de asco, mientras miraba una atemorizante ilustración de un necrófago acuclillado sobre huesos humanos y de animales, en la entrada de una caverna. Entre los restos yacían un par de calaveras cuya blancura le daba una espectral aura a la ilustración.
–Me los imaginaba reproduciéndose –agregó en tono cínico. Letgrín, callado como de costumbre, aprovechó el momento distendido que produjo el comentario de Wed, para plantear dos interrogantes.
-¿De verdad existió Mel Torné? Creí que era un cuento de viejas –y agregó- ¿Y quién era Setig?
LeFleur se anticipó al resto:
-El muchacho limpiaba cocinas y su padre también. Hay cosas que escapan a su conocimiento –dijo en tono burlón, protegiéndolo de los comentarios despectivos que parecían venir, a juzgar por las expresiones en los rostros de quienes lo circundaban.
-Mel Torné fue el Brujo del Viento, deberías conocerlo; no hay quien no haya escuchado su nombre –dijo Fini, en un tono como el que usan los maestros con los alumnos atrasados.
-Conozco lo que se dice por ahí. Pero a veces los cuentos para asustarnos no se ajustan a la realidad.
-Cualquier cosa que te hayan narrado sobre él, es menos cruenta que la realidad – dijo Wed.
-En resumidas cuentas, usó la hechicería para seducir a las criaturas mágicas y unirlas en un único ejército contra los hombres. Su poder era tal, que no podía morir por material alguno de esta tierra. Su cuerpo fue consumido por el hálito de Fulgura, el líder de los Dragones de Fuego. Su espíritu fue apresado en un cofre, donde poderosos grabados hechizados hacían las veces de cadenas. Se encuentra protegido a buen recaudo –fue el conciso resumen de la Cazadora.Comentaron luego algunos de los hechos más relevantes de su ascenso al poder y de cómo afectó a los hombres y a las bestias. Duglas se encargó de dejar en claro que escasos licántropos se unieron a sus filas y en breve llegaron a la segunda pregunta de Letgrín. Ni Wed ni LeFleur tampoco sabían quién era. Nuevamente fue la joven quien los instruyó. Parecía mentira que alguien tan joven compendiara tanta erudición.
-Setig fue un Wateano. No fue por su habilidad con las armas, ni por su destreza en combate, ni por ser un excepcional rastreador que se volvió singular. Supo estudiar e investigar a cada especie que los Wateanos cazan. Encontró sus debilidades, descubrió sus hábitos y madrigueras, rituales de apareamiento, épocas de celo y cría. De algunas especies, hasta descifró los sistemas de comunicación. Los Wateanos éramos valientes, tenaces y cumplidores, pero luego de los Tratados de Setig nos volvimos letales –continuó.
-¿Por qué están estos libros acá? –preguntó Wed.
-Cuando vino a nuestras tierras –Duglas tomó la palabra- poco faltó para que lo mataran. Teníamos un Wateano a nuestra puerta, pidiéndonos cobijo. Coraje no le faltaba y eso fue lo que le salvó la vida. Dijo que nosotros no debíamos ser presas de sus cazadores y que la única manera de probárselo a sus superiores era llevándoles sus estudios. -Su mirada se perdió en el techo añorando los viejos tiempos. -Tres décadas vivió con nosotros, cada tanto salía de viaje. Estudiaba otras razas o viajaba a entregar parte de las investigaciones que escribía constantemente. Siempre volvía y retomaba su rutina.
-Pero entonces, ¿por qué los libros no pueden abandonar este recinto?-preguntó Wed.
-Siempre hay gente que nos mal interpreta –continuó Duglas, refiriéndose a su raza–, incluso entre los propios Wateanos. Guardar aquí sus principales observaciones los obliga a que nunca olviden la relación que nos une. Hace años que somos aliados.
-¿Cómo pudo aventurarse entre tantos enemigos y volver indemne? –preguntó Letgrín.
-No siempre volvía sin lesiones y casi siempre partía protegido por Kurt o alguno de los nuestros, pero él siempre se refería a algo de los olores. Mezclaba elementos y obtenía fragancias que lo ocultaban a los sentidos de los depredadores. -Fini miró hacia las antorchas que un par de noches antes mantenían a raya los mosquitos. Duglas se percató de la mirada y sonrió.
-Ese es uno de los usos que encontró a sus esencias-. Letgrín revisaba los frascos en los anaqueles y dentro de los armarios, asentía con la cabeza cada vez que reconocía alguno de los productos, ya sea por su aspecto o por la etiqueta. Sus años con la Herborista daban sus frutos.
-Debe haber algún libro con anotaciones y combinaciones, son muchas especias como para recordar las proporciones de memoria –dijo. Se quedó revisando libros con LeFleur, mientras el resto se retiraba al claro. Antes del anochecer comunicaron al resto sus avances en la materia, y durante la cena planificaron sus próximos pasos.
-El paso de la montaña está descartado –dijo Fini.-Volver hacia el agua no nos garantiza llegar y tendríamos que retroceder al menos dos días.
-Volvemos al principio, las Piedras Lajas –dijo Wed.
-¿Qué sabemos de cierto? -organizó Fini.
-Un paso entre montañas, con posibles necrófagos bajo las piedras movedizas y, sobre ellas, las salamandras –resumió Wed, con su habitual tono cínico.
-Podemos usar los aromas –arriesgó Letgrín con cierta timidez, aún le costaba integrarse y participar en las conversaciones como un igual.
-Según los escritos, impregnados en ciertas fragancias, podríamos pasar desapercibidos entre los necrófagos, al menos en los momentos de más luz. Con su vista sensible a los rayos solares y engañando su olfato, tenemos ciertas posibilidades –agregó LeFleur.
-¿Por el paso de las montañas? –preguntó Wed–. Bajo las lajas no habrá sol.
-Por encima de las lajas –aventuró LeFleur.
-¿Y las salamandras? –volvió a preguntar Wed.
-No hay demasiada posibilidad de que las salamandras aún vivan –insistió el joven aspirante a bardo.
-¿Qué sabemos de las salamandras? Al menos, según Setig –preguntó Fini.
LeFleur comenzó a recitar con su voz de bardo.
-Las salamandras encarnan a los Elementales de Fuego, habitan en el interior del fuego y pueden producirlo y protegerlo. Son los Elementales que menos relación mantienen con los humanos, sin embargo, cuando esto llega a producirse, se establecen lazos muy difíciles de romper-. Tomó aire mientras observaba los rostros que, atentos, esperaban que continuara.
-Cuando los Primeros Pobladores daban sus pasos iniciales en esta tierra y aún no dominaban la creación del fuego, tenían salamandras en sus asentamientos. Adoraban su presencia como a la vida misma, ya que difícilmente sobrevivían sin ellas, y creaban un habitat propicio para su vida, donde ardía un fuego permanente. Los vínculos se distanciaron cuando dominaron la técnica de la combustión.
-¿Dónde habitan? ¿Cómo se las mata? –preguntó Gunther, acelerando el relato. Algo incómodo por haber sido interrumpido, LeFleur continuó.
-Una vez que han tomado cuerpo físico, los espíritus inmortales viven en volcanes –explicó–. En cuanto a matarlas, no dice nada. Tampoco dice de aromas o fragancias contra ellas.
-Entonces –arriesgó Wed–, difícilmente se hayan quedado a vivir sobre las piedras. Seguramente hayan tenido que buscar un cráter para sobrevivir.
-No viven sobre las lajas, sino en las entrañas de la montaña, debe haber aguas termales o vapores de algún volcán –dedujo Gunny, recordando los comentarios del jefe de la manada en la cabaña. Todos se tomaron un rato para meditar las últimas palabras.
-Iremos por las Piedras Lajas -decidió la de la Flecha de Plata. Y todos asintieron.
-Puedo proporcionarles escolta HASTA –hizo hincapié en la última palabra–donde comienzan las lajas con algunos de mis lobos, luego están por su cuenta –
ofreció Duglas. Todos asintieron con la cabeza, agradecidos. Los días siguientes se dedicaron a confraternizar, afilar armas, revisar la biblioteca hasta el último rincón. Una tarde, Letgrín pulía sus espadas con la espalda apoyada en un ciprés cuando Duglas caminó hacia él, con paso decidido.
-Puedo olerlo, Portador –le dijo, utilizando la fórmula con que lo recibiera–, pero quisiera verlo también.
El muchacho tomó ambas espadas por el filo y se las ofreció al lobo, que se acercó y las observó. Descartó una y tomó la otra con la delicadeza con que una madre acuna a su niño. Acercó su mano a la empuñadura y observó fascinado.
-La escama de un cachorro –susurró como si temiera que alzando la voz se espantara. La rozó con la yema de los dedos, percibiendo una corriente eléctrica que lo cautivó. Recién en ese instante, el muchacho entendió a qué se había referido el jefe de la manada cuando lo llamó Portador, al recordar a Glauco, el dragón albino. Se acercó a la empuñadura y sus dedos avanzaron hasta tocar la escama; la lámina saltó del metal para posarse en la mano de Letgrín, que la atrapó inmediatamente. Una inmensa sensación de bienestar lo invadió y, con sus ojos cerrados, vio el cielo azul a su alrededor, el verde del bosque pasando raudo debajo y sintió el viento en su cuerpo. La sensación pasó tan fugazmente que dudó haberla tenido.
-A juzgar por tus reacciones, la habías olvidado –le dijo el lobo señalando su puño, en obvia referencia a la escama. El adolescente asintió con la cabeza.
-Él no te ha olvidado –afirmó–. Está creciendo. Tú, continúa preparándote. El momento está cada vez más cerca –le dijo, y se retiró por donde había venido. Letgrín quedó recostado contra el tronco, soñando despierto con el instante de comunión y la plenitud absoluta que lo inundó cuando tuvo la escama en sus manos. Ahora la pasaba de una a la otra, buscando repetir la evocación, pero las sensaciones lo esquivaban con caprichosa vehemencia.
Esa noche, reunidos en un festín, celebraron la amistad, reivindicaron sus lazos y trazaron planes junto al fuego que, irónicamente, era el custodio de su próximo enemigo.
A la mañana siguiente, guiados por dos machos en la plenitud de sus fuerzas, avanzaron por senderos del bosque, eligiendo el camino más corto hacia su destino. Pasaron la noche, los cuatro abrigados en sus sacos de dormir, mientras los lobos vagaban por el bosque. Retomaron el viaje sin percibir cambios en el paisaje, a no ser la predominancia de una u otra especie arbórea en el camino. Los lobos proveían alguna presa, que los viajeros aceptaban gustosos. La segunda noche llovió y les costó encontrar un lugar donde mantenerse secos. A lo largo del día siguiente, el bosque comenzó a ralear, la tierra se volvió menos negra y más pedregosa. Subían continuamente. A media tarde los lobos se detuvieron y tomaron su forma humana. Lo rápido de la transformación no dejaba de sorprender a los tres hombres, a pesar de haber convivido con ellos durante una semana al menos. Con la vista siguieron el sendero que serpenteaba en la desolada ladera. Más abajo, no muy lejos de la entrada a las Piedras Lajas, un montecito ofrecía, al parecer, el último refugio. Quedaban unas pocas horas de luz cuando llegaron. Estudiaron el paisaje detenidamente y, luego de algunas conversaciones, concluyeron que sería imposible seguir con los caballos.
-Nosotros no montamos –se justificó Gunny–, sencillamente, no pensamos en los corceles como una posibilidad.
-Hasta aquí llegamos –dijo uno de los lobos–. Hacia allá –agregó señalando la inconfundible formación geológica– deben dirigirse. Estarán expuestos a cualquier ojo que sepa mirar, si es que los están buscando –concluyó, enigmático.
-Deben esperarnos, tienen que quedarse con los animales, no podemos llevarlos ni dejarlos solos acá –dijo Fini.
-No fue lo que nos ordenaron -dijo el mismo lobo, que nunca había perdido su actitud arisca hacia los humanos.
-Es lo que te ordeno ahora –dijo Gunny con actitud similar a la de algunas noches atrás. El otro lobo intervino, poniendo paños fríos a la situación.
-Será como deseas –dijo a modo de despedida, tomando los caballos luego de que descargaran lo mínimo indispensable, llevándoselos con paso rápido hasta perderse tras la espesura. A la noche, comiendo sin haber encendido un fuego e iluminados por la luna menguante, comentaron las novedades. No había huellas más que de animales y eran esporádicas, nadie frecuentaba la zona. Incluso en el cielo, distinguieron pocas aves en el trayecto que hicieron al descubierto, sólo de vez en cuando se veía planear al viento a alguna pareja de jotes. Por primera vez desde que salieran del castillo, montaron guardia. La noche, sin embargo, transcurrió sin novedades y se levantaron al amanecer. El cielo plomizo presagiaba una tormenta.
-Con este clima, preferiría ir por debajo, parece que el cielo va a desplomarse sobre nuestras cabezas –comentó Wed con tono apesadumbrado. Un poco de comida, armas y algo de abrigo, era el reducido equipaje que portaban. Las flechas de Fini eran el más preciado bien. Con ellas debería dar cuenta de la o las mantícoras. Con el gris oscuro amenazante sobre sus cabezas, iniciaron la marcha. Treparon por la ladera, cruzaron peñas y peñascos, atravesaron cornisas, hasta llegar a las lajas. Una serie de enormes planchas planas de piedra parda, con destellos de mica que, por falta de sol, no brillaban. Con paciente cuidado caminaron sobre ellas. Durante media mañana, no encontraron nada que hiciera pensar que las piedras no eran un firme suelo. Cada tanto, aberturas entre una y otra los obligaban a rodear o rehacer el camino. Otras veces saltaban, cuando la abertura no era demasiado riesgosa. Siempre que se acercaban a una rajadura, percibían un vaho húmedo que emanaba desde abajo. La lluvia era sólo una funesta promesa y habían acelerado el ritmo. El camino era más firme de lo que les habían inducido a creer y los cautos pasos del inicio se habían transformado en una buena marcha. Incluso lo que eran esporádicos susurros al iniciar el paso devinieron en una animada charla, aunque en voz queda. Gunny hasta había dejado de olfatear el aire convertido en lobo, cosa que antes había hecho con frecuencia. Las primeras gotas cayeron apenas retomaron el camino. La lluvia era pareja y, a pesar de lo que presagiaba el clima, habían desechado las capas engrasadas por su peso e incomodidad. Pronto estuvieron empapados y el agua que se juntaba en los desniveles de las lajas, comenzaba a chorrear hacia abajo en pequeños riachos. A medida que la tarde avanzaba, un humor amargado los acompañaba en cada paso. A media tarde se detuvo la lluvia y arreció el viento. Un frío y poderoso vendaval despejó el cielo en breve tiempo y el sol comenzó a calentar las rocas, secando ahí donde el agua no se había acumulado. Sin embargo, su calor no alcanzaba a calmar los escalofríos que los asaltaban.
-Sea como sea, esta noche deberemos hacer un fuego, calentarnos y secar la ropa, si no la fiebre se encargará de matarnos lentamente –sentenció Letgrín. Con ánimo taciturno, cada paso era una prueba de voluntad. Caminaban juntos, buscando que la compacta masa de sus cuerpos ofreciera cierto reparo ante el viento que arreciaba. Si daba resultado, no lo percibían, pero al menos amuchados sentían algún tipo de consuelo. Así fue que la primera laja se movió. Ya sea por el peso combinado de todos en un punto, por la acción del agua de lluvia o de ambas condiciones, lo cierto es que, de manera imperceptible, la losa comenzó a moverse hacia adelante, en el sentido en que viajaban. Cuando el deslizamiento se hizo evidente, se detuvieron inmediatamente. Aún así, la piedra continuó por inercia y, presas del pánico, corrieron hacia atrás. Se detuvo el movimiento del piso y el suyo propio, también. Sin embargo, la reacción a la acción primaria hizo que la losa comenzara a inclinarse en el sentido opuesto. A Letgrín se le representó un artista callejero que balanceaba platos sobre varas en su cabeza. La idea estuvo lejos de consolarlo. Uno corrió a otra laja y su impulso sacó al resto de la inmovilidad, se desbandaron hacia los lados. La laja que los recibió estuvo quieta apenas unos segundos y luego comenzó a desequilibrarse. Continuaron corriendo y saltando de una a otra, hasta que un rapto de lucidez iluminó a Wed, quien les gritó mientras llevaba a cabo su plan:
-¡Al costado, a la ladera! -. Hacia allí partieron todos, pero la piedra chata que los recibió debió haber estado apoyada en una columna endeble, porque su crujido rasgó el viento. Sin embargo, lograron alcanzar la pared y aferrarse a ella, antes que la leve inclinación se transformara en una pendiente pronunciada. Cuando comenzaban a pensar que terminarían deslizándose hasta el fondo, se detuvo. Evaluaron la situación, una vez recuperado el aliento junto con el sentido común. La adrenalina había calentado su sangre y ya no tenían frío ni sentían los miembros ateridos. El sol, como entendiendo su situación, calentaba sus rostros y la piedra comenzaba a secarse rápidamente. La roca donde estaban no daba ninguna garantía así que, sin soltar la pared, avanzaron hacia la siguiente, que los recibió con mayor firmeza. Sus crujidos eran aceptables, al lado de los bramidos y chasquidos que habían oído minutos antes. Optaron por separarse a lo ancho de la calzada, repartiéndose en la mayor cantidad de lajas posible.
-No hay que poner todos los huevos en la misma canasta –expresó Wed, con su habitual sarcasmo. Su plan daba resultado y, si bien el avance era lento, resultaba más seguro. El viento seguía soplando y, pasado el efecto de la aceleración emocional, volvían a ser víctimas indefensas del frío. La siguiente losa era de inmensas proporciones, tanto a lo ancho como a lo largo; a la distancia se confundían sus límites, aunque exhibía varias rajaduras en toda su superficie. El agua se había filtrado hacia abajo por las grietas y la laja estaba completamente seca y caliente al tacto. Apoyaban las palmas cada tanto, disfrutando el calor que les proporcionaba. Unos metros después, un paso de Gunny produjo un sonido de
funestas premoniciones. La piedra crujió con un lastimero quejido y comenzó a abrirse. Se desmenuzaba cual terrón de tierra seca y la grieta se ensanchaba con aterradora celeridad. La hendidura irregular separó a Fini por delante, detrás a su izquierda a Wed y LeFleur, a la derecha Letgrín y más atrás, algo alejado del resto, al propio Gunny. Las mismas rajaduras sirvieron para que se sujetaran con las manos impidiendo la caída hasta el fondo. La ranura se expandió con la velocidad de un rumor, y un estallido de piedra y polvo sacudió todo el corredor. Unas rocas cayeron, otras se apoyaron, muchas se montaron sobre otras y algunas sencillamente desaparecieron en el fondo. El paisaje completo había cambiado. Ciegos por la nube de partículas, se gritaron unos a otros, preguntando, alentándose, pero por encima de todo, buscando evitar la desesperación de la soledad. Cuando terminó de asentarse la polvareda, el sol iluminaba el fondo por primera vez en siglos. La analogía en la mente de LeFleur fue un inmenso castillo de naipes, derrumbado por el accionar de un hermano mayor. Los gritos de Gunny y Fini lo sacaron de su ensoñación y fijó la vista en esos puntos que, desde las penumbras subterráneas, comenzaban a trepar por las lajas hacia ellos. Las ilustraciones que habían visto en la acogedora cabaña del protegido bosque de alerces, habían cobrado vida. Pero ahora ellos mismos eran las presas.
Percibió como Fini ya montaba una flecha, luego de haber dispuesto en el piso un atado completo. Estaba de rodillas, había equilibrado su cuerpo y apuntaba con calma. Dos lagartijas, mudos testigos de lo que ocurría, se calentaban al sol cerca de ella. La distancia de su laja con las del resto era insalvable en un salto. Vio también a Gunny, convertido en lobo, gruñendo amenazadoramente a los que trepaban por su piedra. Un leve movimiento de la cabeza le permitió observar como Letgrín se había quitado la capa y desenfundado ambas espadas. Giraba los brazos y las muñecas, dándoles la elasticidad necesaria para el combate. En su propia laja inclinada, Wed desenvainó su espada y esperó, en la posición de perfecto equilibrio, propia de un espadachín experto. El único que no esgrimía arma alguna era él. Remedió la situación de manera inmediata, tomando su espada.
-Nos vendría bien una ballesta –dijo Wed, mientras paso a paso acortaba la distancia con los necrófagos, buscando llegar al borde mismo, para atacarlos desde esa ventajosa posición y así evitar que subieran. Una rápida sucesión de zumbidos indicó el vuelo de las primeras flechas de la Cazadora. Una víctima por cada una. Cada una en el ojo o en la boca, dando muerte inmediata a sus enemigos. Vio que ahora eran cuatro las lagartijas que disfrutaban el calor del sol, en torno a la joven. Mientras tanto, las dentelladas del lobo desmembraban a sus atacantes, que caían muertos o desequilibrados y mal heridos. La laja de Letgrín era la más amplia y la más inclinada, lo que permitía que los necrófagos subieran con más facilidad y por ende, en más cantidad. El joven bailaba entre ellos, yendo y viniendo, al compás de una lúgubre balada de muerte. Sus espadas cortaban la carne con la misma facilidad que un cuchillo caliente lo haría con la manteca, no obstante, los agresores estaban lejos de amedrentarse o retroceder. Fini alternaba blancos, dando cuenta de los que atacaban a sus compañeros cada vez que uno de los lampiños le daba un buen ángulo de tiro. LeFleur vio como agotaba las flechas con inusitada rapidez, mientras ocho lagartos se asoleaban a su alrededor. El lobo detuvo su ataque un instante y evaluó la situación. Tomó carrera y saltó hacia la piedra del muchacho de las dos espadas, quien enfrentaba la mayor cantidad de enemigos. Wed cumplía su objetivo con movimientos calmos y precisos, ahorrando energía. A pesar de la eficacia de sus golpes, desde la oscuridad de abajo seguían llegando hostiles atacantes. Un rincón de la mente de LeFleur registraba los hechos a su alrededor con la fría mirada del historiador, reconociendo detalles, componiendo los bosquejos de un poema épico. Así fue como percibió primero que nadie, incluso antes que la propia Fini, que las lagartijas que la rodeaban eran salamandras. Ahora estaban en llamas y avanzaban hacia ella con la velocidad del rayo. El tiempo pareció detenerse. Cada latido parecía congelarse hasta que llegaba el siguiente y el poeta registraba los movimientos, como si se tratase de una representación teatral ensayada a velocidad reducida. Gunther Von Steppenwolf Haus detuvo una dentellada para girar a ver a su compañera. Un necrófago aprovechó a darle un zarpazo que abrió una herida sangrante en el cuello. Insensible al dolor, corrió al límite de sus fuerzas hacia el borde más cercano a la laja donde estaba Fini. Pero aún para el lobo, la distancia era insalvable.
Letgrín continuaba su danza macabra, aunque tuvo un mínimo de tiempo para percibir que el lobo lo abandonaba. Wed observaba la escena sin descuidar su defensa. El propio LeFleur, unos cuantos pasos detrás de la seguridad que brindaba Wed, observó atónito cómo las salamandras trepaban al cuerpo de la de la Flecha de Plata y hacían arder su ropa en menos de un segundo. La madera del arco pareció hacerse polvo luego de ennegrecerse, pero la valiente muchacha aún retenía los gritos de dolor. La agónica tortura a que el fuego de los elementales la sometía, pugnaba por ganar la batalla con su resistencia. Sus ojos buscaron frenéticos, hasta encontrar los del lobo que corría a su encuentro. Ambos sabían que ella no moriría, lo leído en la cabaña de Setig estaba danzando en su memoria, y que algo peor la esperaba: la dolorosa transformación en necrófago comenzaba, y sus cabellos ya se evaporaban. Haciendo gala de coraje y una voluntad mayúscula, la joven corrió hacia el borde del abismo, con el cuerpo envuelto en llamas, sin gritar todavía el dolor que la devoraba. La distancia que los separaba impedía que uno llegara a donde estaba el otro. Ella llegó al borde y el supremo esfuerzo del salto rompió su concentración. Con un estremecedor alarido de dolor, se arrojó al vacío. Gunther saltó dos pasos después, a su encuentro. Sus fauces abiertas no emitían el lastimero aullido de dolor que sus ojos expresaban. Ya comenzaba la curva descendente cuando sus mandíbulas se cerraron en el cuello de la joven, cortando de cuajo el grito y la vida. El chasquido de los huesos quebrándose se escuchó por sobre cualquier otro sonido. Ambos cayeron al fondo del barranco y, tras ellos, los necrófagos eligieron las presas más cercanas abandonando a las otras y se perdieron en las sombras.
Los tres sobrevivientes esperaron tensos minutos, hasta que Letgrín ató su capa a la cintura y, haciendo caso omiso de los heridos que gruñían a su alrededor, corrió hacia sus compañeros, franqueando de un salto el vacío que los separaba. Aún atónitos por lo sucedido, ambos limpiaban sus armas en la ropa antes de enfundarlas.
-La chica está muerta –dijo LeFleur–, pero el lobo puede haber sobrevivido.


Los otros dos lo miraron, luego al punto en donde habían caído y después, la mancha oscura donde las salamandras, ahora consumidas, habían dado cuenta de Fini.
-Bajar es un suicidio –dijo Wed–, no tiene sentido. Si alguien puede salir por su propios medios es Gunny, no podemos hacer nada más que irnos. -Con lágrimas en los ojos, Letgrín estuvo de acuerdo con el adulto que tomaba el mando de la fracasada expedición. Con más urgencia que cuidado, aunque evitando dar pasos en falso, iniciaron el regreso por donde habían venido. Urgidos por el miedo y por la llegada de la noche, dejaron de tener frío o, al menos, lo soportaron con estoica valentía. Llegaron al bosquecito de lengas cuando ya estaba oscuro, y trotaron por suelo firme hasta el bosque. Los lobos los esperaban, con los caballos. Incluso el agresivo lobo guardó respetuoso luto al escuchar el desastroso resultado de la incursión.
-Puede estar vivo- dijo su compañero, y un estruendoso aullido, en un tono que ninguno conocía, estremeció al bosque entero. A lo lejos se repitió el mismo tono, una y otra vez.
-Antes que termine la noche, muchos de los nuestros entraremos en las ruinas a buscarlo. Si está vivo, lo traeremos. Pero tanto si vive como si no, los necrófagos verán mermada su población de una vez y para siempre. Ustedes, descansen-. Los tres obedecieron sin objeciones. Encendieron un fuego, colgaron su ropa a secar y se abrigaron con mudas nuevas, sacadas del equipaje que habían dejado. Agotaron enseguida las provisiones de agua, desesperados de sed.
-Hay un arroyo cerca –dijo un lobo.

Los tres humanos despertaron en forma simultánea, forzando la vista en la oscuridad, intentando percibir algo en medio de un coro de roncos gruñidos. Las llamas aún iluminaban y vieron a los dos lobos, con el pelaje erizado. Amenazantes. Miraban hacia un costado, ni hacia el bosque de donde vendrían los refuerzos, ni hacia el claro, de donde podría provenir un ataque.
-Se vienen con nosotros –Los tres escucharon una voz en su mente. No sabían de dónde provenía, no eran sonidos articulados, ni palabras ordenadas dando forma a una oración. No eran siquiera las palabras mal empleadas o los verbos mal conjugados de sus primeras conversaciones con los lobos, la primera noche. Era una sucesión de imágenes que indicaba indudablemente una acción a seguir, aunque no supieran quién lo ordenaba.
-Están bajo nuestra protección, no irán a ningún lugar hasta que llegue la manada–. Escucharon luego las ideas de uno de los lobos, más asociadas a la forma de comunicarse humana. La respuesta fue la imagen de un perro, teñida por un sentimiento muy despectivo, minimizando absolutamente las capacidades del lobo. Inmediatamente, un gruñido más sonoro se oyó, rodeado de un hálito de poder inmenso. La respuesta del lobo fue rápida y categórica. Evocaba un cachorro huyendo con las orejas caídas y el rabo entre las patas, llorando lastimeramente.
-Vístanse, monten, vámonos–. Una sucesión de imágenes les dio las instrucciones. Lejos estaban de cuestionar siquiera y obedecieron lo que se les ordenaba. Salieron del claro, montados uno tras otro, avanzando al paso, paralelos a la línea de árboles. Sin saber cómo, seguían un destino claramente determinado en su mente.
A la luz de la luna vieron un gigantesco smilodón, un enorme tigre con dientes de sable sentado sobre sus cuartos traseros. Los estaba esperando con aire de impaciencia. Los brillosos colmillos de marfil que sobresalían de su boca hacia abajo superaban, con creces, la mandíbula inferior. Las últimas imágenes que pudieron captar de la comunicación consistieron en una representación de los colmillos del felino sobre sus huellas y los lobos desistiendo de seguirlos. Tuvieron que continuar a pie, los corceles se negaron a avanzar, atemorizados por el enorme felino. Letgrín saludó a su caballo, abrazando su cuello y diciéndole palabras suaves. Cargaron su equipaje y sus armas, ropa de abrigo, agua y algo de comida. Confiaban en que los lobos se ocuparían de cuidar a los animales.

Más tarde, escucharon los aullidos de la manada que se adentraba en los restos de la hondonada a buscar a Gunny.

No hay comentarios:

Publicar un comentario