miércoles, 12 de noviembre de 2014

Paulo Manterola


                                           Ilustración enviada Por Hana Bouchard

Las músicas atroces

Mi nombre es Antonio Tozza. Heredé este nombre de mi abuela, a quien nunca conocí. Ella provenía de una familia de coleccionistas de arte de mucha influencia en las clases altas por sus refinadas y excéntricas preferencias estéticas, siempre a la vanguardia. A lo largo de varias generaciones, toda variedad de artistas se han sabido mostrar muy agradecidos y generosos con ellos por sus favores. Mi madre, Josefa, murió a los 71 años de edad, mientras que mi padre logró sobrevivirle por un tiempo más y perdurar para acompañarme hasta mi madurez. La familia de mi padre se dedicó siempre al comercio. Por lo tanto, se podría decir que era una persona práctica, hábil y resuelta. Gracias a ello, pudo conquistar a mi madre. Una criatura extremadamente sensible e introvertida, aunque no por eso una mujer débil de carácter o espíritu exánime, sino todo lo contrario. La historia de mi ascendencia se encuentra plagada de muertes trágicas, absurdas o misteriosas, por decirlo de alguna forma.
Hasta hace unos años, me encontraba felizmente casado con Elizabeth, ahora mi difunta esposa. A mí también, desafortunadamente, me tocó padecer esta herencia de mis mayores. Antes de morir ella, vivíamos en una propiedad que perteneció a mi familia, en Campania, Nápoles, cerca de los campos Flégreos. Ésta es una zona alejada y tranquila, con salida al mar, que se encuentra rodeada de volcanes ya inactivos desde hace muchos años.
Durante toda mi vida, me desempeñé en las actividades comerciales, continuando el legado de mis antecesores, aunque me he visto obligado a abandonarlo. Estoy viejo e inválido, he vivido demasiado, y no tengo a quién legarle toda mi experiencia y empresas. Mi esposa, desde un principio, se dedicó a las tareas domésticas y a la crianza de nuestras dos hermosas hijas, mientras que en sus ratos libres atesoraba y llevaba un formidable archivo de distintas rarezas artísticas sin valor, anónimas e inclasificables, sólo por afición. Este detalle siempre me resultó enternecedor y me remontaba a mi infancia, rodeado de objetos fascinantes e incomprensibles a esa edad. Podría decirse que tenía muchas cosas en común con mi madre tanto en su forma de ser como en sus pasiones.
Al día de hoy, debo lamentar también la muerte de Victoria, una de nuestras hijas, la más pequeña. Lucy y yo ahora vivimos en la ciudad, lejos de aquellos campos. Claro está, ella no tiene el más mínimo interés en el comercio o la navegación. Ha heredado mucho de su madre. Se dedica al estudio de la filosofía y las letras en la Universidad de Nápoles. Es una mujer muy inteligente y animosa, con mucho brío pese a todo lo que hemos pasado.
Por mi parte, intento descansar y pasar lo que me queda de esta vida sin padecimientos ni sorpresas, estar en paz y dejar atrás un pasado signado por la desgracia.
Lucy era muy chica. No recuerda nada de lo sucedido.
Al menos confío en que así sea.
Mi invalidez no me permite hacer otra cosa más que recapitular, una y otra vez, los mismos hechos. He sido reducido a eso.
Durante la prolongada agonía de mi esposa, me vi forzado a delegar todas mis responsabilidades para quedarme junto a ella, asistirla y cuidar de nuestras hijas. En el momento en que cayó enferma, yo me encontraba en uno de mis viajes. Por lo tanto, las circunstancias o razones de su afección no me fueron completamente claras. Una mañana salió a dar un paseo hacia el lago, según me dijeron, para encontrar ahí su suerte. Fue golpeada y violada ahí mismo por algo innombrable, abandonada desnuda; moretones y heridas en todo su cuerpo. Así la encontraron nuestros sirvientes y el ama de llaves unos días después. No podía moverse. Los temblores y espasmos la dominaban. No quedaban fuerzas en su espíritu, se desvanecía en llantos. Debieron sujetarla y arrastrarla hasta la casa. Las heridas que le habían sido provocadas estaban infectadas y ella ya no tenía medios para luchar contra lo inevitable. Las constantes nauseas, las llagas por todo su cuerpo y su rostro, el deterioro de sus huesos, la piel mellada. Los intensos gritos de dolor. Sus ataques de ira. Los vómitos.
Yo permanecí a su lado a cada momento. Los médicos, de todas partes del mundo, iban y venían para prescribir no más que su ignorancia sobre pestes de las que nadie sabía demasiado todavía. Su cuerpo estaba vejado, íntegramente. Su espíritu había sido quebrado. Su mente, ida. Pero aún así resistía. Gasté gran parte de mi fortuna buscando una forma de aliviar su sufrimiento, una respuesta certera al menos.
Nunca lo conseguí.
Por las noches, cuando ella lograba conciliar un poco el sueño, o simplemente se desmayaba, agotada por el padecimiento, me sentaba en el balcón de nuestra habitación a fumar algunos cigarros. Es curioso cómo uno recuerda a la persona amada, la forma en que la evoca. Lo que más extrañaba, y aún hoy extraño de ella, es el modo en que me demostraba su afecto, su amor, el cariño, su respeto. Su compañía. Eso es lo verdaderamente único que puede darle una persona a otra, lo único que cuenta. Lo demás pierde importancia.
Todo eventualmente pierde importancia. Se diluye.
Por momentos, ella intentaba balbucear unas palabras. Una y otra vez, se desvanecía súbitamente, por el desgaste y el malestar que le suscitaba su enfermedad, pero no se rendía. Era una mujer obstinada. Me costaba mucho trabajo entender lo que quería decirme. Hubo una noche, la última, en que estaba más exaltada que de costumbre. Escupía pus a cada palabra, a cada espasmo. Me incliné sobre ella y acerqué mi rostro al suyo, arrimé mi oído a su boca, lo más que pude, teniendo cuidado de no fatigarla o asustarla. Los médicos me habían advertido seriamente que no mantuviera contacto alguno con ella, incluso, me aconsejaron no permanecer en la misma habitación. Pero qué podían saber si ni siquiera podían decirme con precisión qué era lo que la estaba comiendo viva. Y allí estábamos. Finalmente entendí lo que intentaba decirme: encontré algo, me dijo, estaba olvidado, es hermoso. Eso era todo. Su mirada era extraña. Tierna y desahuciada. Como si supiera que ése era el final para ella. Regalándome ese último suspiro de vida que le quedaba con el más intenso y noble amor. No pude más que llorar. Luego, sus ojos se vaciaron. Los cerré con mis manos y nunca más los volvió a abrir. Me acosté a su lado y la abracé. Me sentía desesperadamente angustiado. Me quedé dormido.
Después de su muerte, yo no hacía más que pasar el día sentado en el piso de nuestra habitación, al pie del balcón, en silencio, fumando, pensando. No hacía caso a nada ni nadie. Perder a la persona que uno ama, de un momento a otro, repentinamente, sin entender por qué o cómo o cuál, es el miedo más irrebatible, poderoso y genuino que pueda existir. Me encontraba consumido por la tristeza y el desasosiego.
Su corazón explotó dentro de su cuerpo, aparentemente.
Me acerqué al lago algunas veces los días posteriores para encontrarme nada más que con una sensación de horror espantosa. El aire me olía a podredumbre, sudor y óxido.
Sus restos fueron velados en nuestra casa.
No concurrieron demasiadas personas. La familia de ella y la mía no solían relacionarse. Eran ariscos, eremitas, los unos con los otros. Pero aún así, había siempre una sensación de extraña familiaridad cuando inevitablemente debían verse.
Yo me sentía incapaz ya de comprender nada de lo que pasaba a mi alrededor.
En un momento, mientras la velábamos, ocurrió una serie de eventos tan absurdos como curiosos, que cambiaron mi suerte para siempre.
Mientras estaba sirviendo algunas bebidas a los presentes, se me acercó el padre de Elizabeth. Me dijo, en voz baja, yo sé por qué murió. Me quedé paralizado, mirándolo fijamente, esperando que dijera algo más, pero no lo hizo. Lo tomé del brazo y le pregunté, eso es todo. Se detuvo y me miró desafiante. Lo solté. Luego, con una displicencia irritante, dijo, hay una caja de música en el sótano de la casa, estaba guardada bajo llave, debió haberla abierto, no dejes que nadie de tu familia se acerque a esta, no la toques, simplemente vuelve a guardarla lejos del alcance de cualquiera de ustedes. No sabía de qué me hablaba. Mi mujer, su hija, reposaba dentro de un ataúd a pocos metros de distancia, y lo único de lo que se le ocurría hablar era de cajas musicales. Le dije que no entendía. Me contestó que no tenía que entenderlo, nada más tenía que hacer lo que me decía. En un ataque de ira e impotencia, lo sujeté por los brazos y lo sacudí violentamente. Forcejeamos unos instantes hasta que me empujó y arrojó al piso. Desde allí, comencé a escuchar unos sonidos que descendían desde nuestro dormitorio. Luego, todos se alborotaron.
Me encontraba abstraído por la música que sonaba, cada vez más fuerte y estruendosa hasta que los ruidos me distrajeron. Voces murmurando, pasos vertiginosos. Me levanté del piso. Todos se estaban retirando. No estaban asustados, sino simplemente excitados, arrebatados. Me apresuré hasta la puerta de entrada. Era inútil. Ya todos habían desaparecido por el camino que se adentra en el bosque y conduce a la ciudad. Me quedé solo.
Noté que el cielo había ennegrecido. No había rastro de una sola nube ni del sol, pero el cielo estaba completamente oscuro. El aire se tornó denso todo alrededor, todo, apestaba como el lago. Cientos de pájaros prorrumpieron espontáneamente de entre los árboles, del cielo, de algún lugar, chocando unos con otros, contra los árboles mismos o la casa. Algunos caían muertos sobre la tierra. Los sonidos que provenían del interior de nuestro hogar comenzaron a herirme los oídos. Una música horrible, pero desquiciadamente cautivante; una composición en extremo compleja, una cantidad indefinible de melodías sonando al mismo tiempo, caóticas, sin dejar de sonar armoniosas. Una atrocidad irresistible.
Supuse lo peor. Y así fue. Corrí hasta mi habitación y ahí estaba. Nuestra pequeña sentada frente a la caja, suspendida, escuchando su música, con unas gotas de sangre saliendo de sus oídos y sus fosas nasales. Me precipité sobre esta, la tomé y la arrojé por el balcón. Se despedazó sobre la tierra del jardín.
La música se detuvo. De hecho, todo sonido se detuvo. No había más pájaros, ni ventisca soplando entre los árboles, brisa de mar o grillos. Absoluto silencio. Vicky comenzó a llorar y gritar. No entendía lo que había hecho o por qué, yo tampoco en realidad. La abracé e intenté consolarla. Pero no podía calmarse. Comenzó a temblar y a convulsionarse. Pronto me di cuenta de que había perdido el control de sí misma, así como le ocurrió a mi esposa. Me desesperé. No sabía qué hacer. La llevé a su cuarto y la até de pies y manos a su cama, traté de calmarla, le puse un paño frío en la cabeza y en su estómago. Estaba volando de fiebre. Finalmente, se desmayó. Lucy, parada en la puerta del dormitorio, miraba a su hermana y a mí sin entender, lloraba también, me pedía explicaciones, tenía miedo. Yo no podía salir de mi consternación, la impotencia. La arrastré de los brazos hasta mi habitación, sin decir una palabra, y la encerré ahí.
Un hedor de miles de años se impregnó en todo mi cuerpo. Me temblaban los huesos. Afuera algunos árboles comenzaron a caer de raíz. Los pájaros se agolpaban contra las puertas y ventanas. Los volcanes, a lo lejos, comenzaron a hacer erupciones de aire caliente. Cerré todos los accesos. Cegué todas las ventanas. Sellé todas las puertas, trabándolas con muebles y bártulos. Encendí todas las luces, velas y candelabros que había en la casa. Con algunos restos de madera, papeles y otros enseres, inicié una fogata en el medio del salón principal. Luego, me senté a esperar, sin saber qué. Entre toda la locura, había olvidado que el ataúd de mi esposa seguía ahí. Me detuve a pensar en ella un instante y me puse a rezar. Nunca fui una persona supersticiosa, aunque provengo de una familia con una larga tradición católica, pero, por alguna razón, fue lo único que logró serenarme.
Unos momentos después, que pudieron haber sido horas o minutos, sentí la presencia de algo, alguien, en toda la casa, rondándome. Las velas y luces una a una se fueron extinguiendo, todo en silencio. El hedor seguía ahí, en las paredes, el piso, sobre mi cuerpo. El tiempo pareció suspenderse. Había algo deambulando por el salón, los pasillos, las habitaciones, con severidad y aplomo pero agitado, ansioso. Podía sentir su aliento en mi cuello, aunque no había nadie ahí realmente. Su mirada hundida en mi alma, aunque tampoco había ojos. Las uñas de sus garras incrustadas en mi carne, aunque no había manos ni cuerpo. No podía moverme, estaba paralizado. Lo sentía dentro de mi cabeza, entre mis pensamientos, hurgando. No hablaba pero yo comprendía. Supliqué que nos dejara en paz.
Ya era demasiado tarde.
Las llamas de la fogata seguían ardiendo, el fuego se avivaba cada vez más. Yo estaba empapado de sudor. Sabía lo que vendría y no podía evitarlo.
Tomó forma. No lo vi pero lo supe. Pude olerlo, sentirlo. Escuché sus pasos, alejándose de mí, subiendo la escalera, firme, paciente, con el tedio y la porfía de todos los siglos, sacudiendo el aire y el piso. Mi estómago y mi pecho estaban revueltos.
Victoria se despertó. Desde su habitación, comenzaron a descender los gritos, los lamentos. Resistió con todas sus fuerzas, pero ya era inevitable.
Mi desesperación. Nada que hacer.
Luego los gritos se extinguieron. La dejó muerta, mi pobre niña.
Finalmente me desmayé.
Al despertar, me encontraba tendido junto a Lucy en nuestro jardín. La casa se había incendiado y había quedado reducida a cenizas, junto con mi esposa y mi pequeña; consumido todo por el fuego que se propagó desde el salón principal.
Ella no recuerda nada. Tiene un espíritu tan fuerte y luminoso como el de su madre.
Yo estoy postrado en una silla, sin alma. La perdí sin saber que la tenía.
No hago más que repasar una y otra vez estos sucesos.
Intenté suicidarme varias veces, pero simplemente no me deja morir.
Conté esta historia a distintas personas en quienes mi confianza descansaba. Todas me tomaron por loco. Ni una sola me creyó. Todas murieron, víctimas de extraños y curiosos accidentes, unas semanas o meses después de haber escuchado todo esto que hoy pongo en papel, sin saber qué va pasarme a mí o a quien lo lea.
Lucy seguirá su vida normal hasta que un día cualquiera muera de alguna forma espantosa y extraña, así como los hijos de los hijos de sus hijos. Y él quiere que yo sea testigo de todo eso. Ésa es mi penitencia por haber destrozado aquel espantoso artefacto. Ésa es la herencia de mi familia. Una caja de música creada por uno de los mejores compositores que ha conocido este mundo, un ser huraño y desagradable, intratable, el mismo día que el diablo atravesó con su cola sus sordos oídos.
Soy descendiente de él, así como mi familia y la familia de Elizabeth lo eran también. Ellos no querían que esta abominación se propagara más allá de nuestro linaje, querían que la blasfemia permaneciera entre nosotros, hasta que no quedara ninguno. Por esta razón es que decidieron casarse unos con otros y así sucesivamente. Mi esposa era también mi prima hermana, hoy lo sé. Nadie supo nunca lo que había pasado en aquel lago donde mi esposa fue encontrada, pero hoy lleva el nombre de Averno. Una ironía del destino quizás. Tal vez, realmente sean esas aguas el acceso al bajo mundo. No quisiera averiguarlo.
Los volcanes cesaron su actividad hace tiempo.
Practico mi sonrisa cada día al despertarme. Por Lucy.
Y espero. Hasta que él se canse de mí.

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