jueves, 17 de marzo de 2016

Paulo Manterola


Comedia finita est


A su alrededor, había nada más que silencio, a donde sea que fuera. Solamente el constante ruido dentro de su cabeza lo trastornaba. Y era este último, no el primero, a decir verdad, lo que no podía dejarlo discernir claramente sus emociones, sus pasiones, o los de cualquier otra persona. Era incesante, aquel ruido. Lo urgía. Hubiera deseado un poco de ese silencio al que había sido condenado dentro de su alma. No podía consigo mismo, la mayor parte del tiempo. Tantas cosas para decir; pocos querían escucharlas, nadie. Insultos, bueno, quejas y padecimientos, más que cualquier otra cosa. Y todo ese ruido, desbordándolo. Necesitaba transformarlo en otra cosa, algo más extraordinario, más noble, tanto más. Los ardores humanos no merecían ese homenaje. Nada podría saber él de eso, de todas formas. No descansaba hasta lograrlo. De allí venían todos sus dolores y molestias. Y finalmente lo lograba, aunque quizás no siempre podemos ver la grandeza en algo que al mismo tiempo nos repugna. Suele suceder, así es el ser humano, sus miedos y su carácter. Eso lo sabía.
Eso que estaba por suceder iba a matarlo.
Eso vino una de esas noches en las que él se sentía animado, que eran cada vez las menos. Si alguien lo hubiera sabido, no se lo hubiera perdonado nunca; aunque, de todas formas, quién podría haber sido capaz de contárselo a otra persona. Nadie lo creería. Y sin embargo es el miedo, insensato, invisible, lo que nos detendría.
Se mostró ante él de esa misma manera, podría decirse; como la inspiración misma, como una musa, de esas que decían ya lo habían abandonado.
La noche era lenta y el aire estaba pesado. Él se sentía bien pese a sus dolores, sentado frente a un piano que nada le decía. Él ya sabía lo que tenía para decir, podía articular sus cuerdas vocales cómo así lo quisiera. Dejaba pasar el vino por su deshidratada garganta. No pudo sentir el hedor cubriendo la habitación, el suelo, los muebles. En todo caso, tal vez pensara que era suyo. En los últimos años, había llegado a poder sentir cómo sus órganos se descomponían poco a poco. Sentía las manos calientes mientras jugaba con las teclas del piano; la frente le ardía, y su corazón. Las imágenes de las ondas sonoras se agolpaban en su cabeza. No vio aquella sombra reptar por sus espaldas. Sintió apenas unas puntadas en su nuca.
Se sentía magnífico, glorioso. Todas las notas caían en el lugar correcto. Tantas notas, que apenas si podía comprenderse a sí mismo, tantas como sonidos había dentro de su cabeza. Con su mano derecha tomó una pluma y comenzó a dejarlas caer sobre el papel, mientras la izquierda no dejaba de moverse. Aquel bello tormento era inigualable para él. No había nada humano que pudiera desatar tanta pasión en él. Su mano izquierda parecía tener veinte dedos, o más. Así de imposible era aquella melodía. Se sentía excitado. Nadie podría comprenderlo. Hacía rato que nadie lo comprendía, ni con la novena, a pesar de la hipocresía burguesa y las modas.
Finalmente, su dedo angular cayó sobre la última de las teclas que tocaría esa noche. Se sentía afiebrado, exhausto. Hizo algunas modificaciones a los últimos compases y comenzó a releer la obra desde el primero. Había perdido noción del tiempo. Creyó que ya estaría por amanecer, pero habían pasado apenas unos minutos desde que se había sentado a tocar. Todavía tenía una sensación extraña en el cuerpo; los nervios tensos como las cuerdas del piano, desgarrándolo por dentro. Sus ojos simplemente no podían comprender lo que estaba leyendo. La fiebre subía cada vez más. Pasaba las hojas horrorizado. Después, se desmayó.
Al despertar, la partitura había desaparecido. Se quiso convencer a sí mismo de que la había destruido momentos antes de perder la conciencia; quiso convencerse también de que podría reproducirla nuevamente. Fue inútil. Lo intentaría, sin éxito, durante el resto de su vida, una y otra noche.
Ese maldito ruido en su cabeza. Todos sordos a su alrededor. Ahora él también se sentía así consigo mismo: ya no era capaz de sosegarse.
Los críticos de todo el mundo lo detestaban. Sus discípulos le habían perdido el respeto; sus amigos ya no le tenían paciencia.
Sin embargo, años más tarde, durante sus últimas horas de vida, todos estaban ahí, compadeciéndose de esta alma atormentada y delirante. Y fue ahí, postrado en su cama, enfermo y moribundo, donde volvió a encontrarla.
Una niña entró a la habitación donde yacía, con un carillon. El aire se cortó al abrirse la puerta. Todos se sobresaltaron al ver a aquella chiquita cargando ese objeto deslumbrante, enorme, pesado. Uno de los jóvenes discípulos del maestro intentó ayudarla, pero ella lo miró con recelo. Este retrocedió inmediatamente. Lo cargaba sin problemas. Se acercó a un costado de la cama, lo depositó en el suelo, cerca de la cabecera y lo saludó agitando tímidamente su pequeña mano izquierda y con una sonrisa algo tétrica, lúgubre. Él no sabía por qué, pero se sintió terriblemente contento de verla. No la conocía. Una expresión de alivio colmó su rostro. Ya no sentía dolor. No más ruido. La besó en la frente, después tosió y se inclinó al otro costado de la cama para escupir un coágulo de sangre que le dificultaba la respiración. La niña, sin comprender, se echó a llorar y salió corriendo de la habitación.
Él se incorporó, se rió y balbuceó unas palabras. Les pidió a sus camaradas que lo dejaran descansar unos instantes. Mientras salían, todos se comentaban por lo bajo el uno al otro aquel extraño acontecimiento. Una vez solo, abrió la caja depositada junto a su cama y una música comenzó a escucharse desde su interior.
No pudo evitar estremecerse. La felicidad, el horror. Se sentía extasiado y aterrado al mismo tiempo. Cerró la caja tan pronto como pudo.
Nadie debía escuchar aquella delicada maraña de tormento, jamás. No mientras estuviera vivo. Ese carrillon debía ser destruido.
Comenzó a convulsionar y a toser compulsivamente. Se ahogaba. La piel se le estaba resquebrajando. La fiebre lo abrazó. La locura. El fin.
Unos instantes después, murió.


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