lunes, 3 de octubre de 2016

Carlos Enrrique Saldivar

Pánico a las arrugas

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR





No sé por qué siempre he sentido miedo de las mujeres maduras, toda mi vida he padecido esa extraña fobia; quizá porque nunca tuve madre, abuela, o alguna imagen materna que me enseñara el amor de un hijo hacia su progenitora. No lo sé. ¡Quisiera eliminar del mundo a todas esas mujeres! Las de cuarenta años para arriba, en específico. ¡Me asustan demasiado!
Siempre fui un jovencito tímido en la escuela, pero todo se desenvolvió siempre de una manera casi normal hasta el día en que llegó al aula de estudios esa profesora de horripilantes cejas arqueadas y cabello canoso. Me trataba mal en las clases y, en consecuencia, yo le temía. Creo que por aquel tiempo mi padre pensó que no era una fobia, sino alguna especie de enfermedad que iba más allá de los límites de la ciencia médica. Pero yo sabía la verdad, y esta se revolvía dentro de mí, como lava a punto de escapar por mis angostos poros en erupciones violentas. No era nada agradable.

Me retiré del colegio en primaria y durante los cinco años de secundaria, estudié en un colegio particular, donde enseñaban profesores y maestras jóvenes, hasta el bendito día (estoy siendo irónico) en que llegó una nueva directora y, a pesar de ser mi padre una persona influyente en el complicado universo social que imperaba por entonces, resultaba muy absurdo crear problemas en torno al mandato de aquella escuela por parte de la nueva (mejor dicho: vieja) intrusa; yo era un alumno común y exotérico, un chico demasiado anodino como para ser tomado en cuenta por el desafecto mundo de los adultos. Me retiré también de ahí. Acabé mis estudios escolares y me gradué en un colegio fuera de mi ciudad, en un lugar apacible y misterioso, en donde muchas mujeres bastante jovencitas se peleaban por enseñar las materias que habían aprendido en sus respectivos estudios superiores, sin esperar mucho dinero a cambio, porque en aquella época la situación económica era muy dura y esa nueva ciudad no era la excepción. Ahí estudie yo; allí incluso me enamoré: fue de una profesora con la cual no llegó a concretarse una relación seria, pero sí logré adquirir alguna experiencia en el arte de amar, hecho que provocó en mí una gran satisfacción. La quería mucho en realidad. Todo entre nosotros, al principio, marchaba de maravillas... hasta que me presentó a su madre.

No quiero dar una mala impresión a aquellos que estén tomando conocimiento de mi historia si menciono los oscuros y turbulentos hechos que rodearon mi banal existencia. Tenía conflictos siempre por el problema que antes he expuesto: el pánico a las mujeres añosas, pero estoy seguro de que aquello no era del todo anormal, aunque a veces, en la noche, tenía pesadillas: soñaba que una bruja montada en un caballo de madera se metía a mi habitación y me llevaba con ella quién sabe adónde, con intenciones de devorarme.
He tenido algunas novias muy jóvenes, una vez conseguí estar con una chica bastante linda que no tenía ni madre, ni abuela; esta se enteró de mi extraña fobia y me dijo:
Parece que tienes temor a las brujas, pareciera que te han hechizado, deberías investigar sobre tus ancestros, podrías hallar alguna respuesta.
Así que ni bien ella terminó su relación conmigo (se veía venir, mi peculiar conflicto desanimaba aun a las chicas más comprensivas), hice caso de su quijotesca recomendación.

Mi padre, un tanto desconfiado, me indicó dónde se ubicaba la antigua casa de mi abuela y de mi madre, yo acudí de inmediato para poder librarme de la gran duda que me atormentaba; quería ver el siniestro retrato de mi abuela. Siempre tuve muchas fotografías de mi mamá guardadas en mi gaveta, mi padre era poseedor de otras tantas, además en la pared del salón principal de la casa de mi niñez había dos hermosos retratos de ella, uno de cuerpo entero y otro, en donde estaba rostro a rostro con el autor de mis días. Mi madre falleció, pero aun después de muerta estuvo en todo momento presente para mí, porque cuando se fue de mi vida estaba en la flor de sus años. Nunca llegué a vislumbrarla en persona, mas siento como si la hubiera conocido desde siempre. Me dijeron que era una joven adorable, inteligente y de mirada risueña. Falleció en el momento en que yo nací, siempre me lamenté por ser causante de ese hecho. Toda la vida me consternó la idea de que criatura tan celestial, tan preciosa, tuviera que irse de este mundo para ceder paso a un ser insignificante como yo. Si ella viviera ahora tendría treinta y seis años. Creo que si en este momento ella viviese no la odiaría, ni le temería, como a las otras que cambiaron con el paso de los años; pero nunca tuve la dicha de gozar la cálida emoción de su presencia.
En cambio, a mi abuela nunca la había visto, ni siquiera en retratos.

Cuando llegué a su antigua mansión, quedé sorprendido, más aún al ingresar al salón principal. Ahí yo estaba bordeando el límite del terror. Sé que existen rostros que asemejan las mil caras del demonio y éste debía ser uno de ellos. En medio del gran salón, resguardado por dos tíos míos, hermanos de mi madre, que eran gemelos, estaba (justo en el centro) el retrato oval de mi difunta abuela. Enormes cejas pobladas ascendían por su apergaminada frente, debía bordear los cuarenta y cinco años, poseía muchos caracteres tenebrosos: cabello desordenado y rojizo, ojos verdes y malignos, boca pequeña, aunque con labios gruesos, ligera sonrisa, como de payaso desquiciado, y una nariz larga y recta, en la cual el artista había implantado, al parecer, toda la carga negativa que aquella faz del infierno parecía emanar. Fue un duro golpe para mí, sobre todo cuando después averigüé algunos detalles sobre ella, gracias a un primo lejano suyo que tenía sesenta y cinco años y que me costó contactar; él me informó cosas inquietantes, me dijo que ella era una bruja malévola, salvaje, que su historia era negra y la habían arrestado seis veces, pero nunca pudieron probar que le hiciera daño a algún semejante. Sin embargo, lo hacía. Siempre que podía. La familia, avergonzada ante la existencia de tan macabro personaje, nunca habló de ella. Incluso su propia hija callaba. Mi madre le temía, ahora lo sé, imagino que debió tenerle un gran pavor a mi abuela. Sus dos hijos gemelos nunca le obedecieron y su hija mayor se fue de su casa, harta de su madre, para nunca más volver, lo cual todos pagaron caro, pues nunca ninguno de ellos pudo ser feliz; sobre todo los gemelos, quienes permanecieron en una apabullante soledad. Con todos aquellos datos mi temor hacia esa mujer se fue incrementando, y aún tenía una gran duda: quería saber si la vieja, antes de morir, me había hechizado o algo parecido, parecía una profesional realizando tan oscura labor. Quería saber cuál era la razón por la que me podía odiar aquella mujer o cuál fue el motivo por el que me detestó hace muchos años, ¿acaso era ella la bruja de mis pesadillas?
Muy pronto descubrí el posible motivo: a pesar de las afrentas, la extraña mujer siempre amó mucho a su hija menor, mi madre; quizá creyó que podía ser su heredera, seguidora de su magia y sus trucos sobrenaturales; no obstante, mi mamá no quería saber nada de ella, todavía guardaba resentimiento por los oscuros acontecimientos que rodearon la muerte de su padre, mi abuelo. Tal vez la bruja tuvo que ver en ello, tal vez no, y en su afán de no querer ser bruja, como su progenitora, mi madre se casó con el primer pretendiente que tuvo a mano, y al que de seguro, con el tiempo, sí llegó a amar: mi padre. Mi mamá aún demasiado joven, casi niña, no estaba lista para tener hijos; cuando nací, yo me quedé atorado en su vientre, algo que ella no pudo soportar. Fueron breves y dolorosos minutos en los cuales mamá se desplomó para siempre. Mi padre lloró mucho, aunque se resignó después ante tan terrible hecho y cuidó de mi vida como lo haría con la suya propia. Sin embargo, si aquel atroz incidente pudo traer alguna consecuencia inimaginable fue que a los tres días mi abuela moría en la cama de su lúgubre mansión; fallecía de modo horrible, entre dolorosos espasmos, por la pena de haber perdido a la única hija que le quedaba, de quien había guardado la esperanza que algún día le perdonase el haber sido tan maligna. Con el fallecimiento de mi progenitora aquel perdón nunca fue posible y mi abuela pereció gritando a los cuatro vientos que tenía un asunto pendiente, pero ya no con su hija, ni con su nuero, sino conmigo, por haber sido el responsable directo de la muerte de la jovencita.

De esta manera logré averiguar varios datos acerca de mi extraña familia, así pude plantearme una pequeña teoría sobre la causa de mi mal; sin embargo, aún no podía explicarme el motivo de este tremendo miedo a las mujeres maduras, incluso cuando caminaba por las calles, después de salir con mis amigos, sentía pavor de mirar a las ancianas que caminaban solas o acompañadas, algunas parecían (aunque se oiga brusco de mi parte) verdaderas brujas salidas de las más negras historias medievales. Otras lucían como inofensivas viejecitas que trabajaban hasta tarde o que caminaban sin rumbo por las plazas y avenidas. No importa lo que fueran: trabajadoras, locas o amas de casa, igual las odiaba. No podía mirarlas de frente; al hacerlo, veía los horrendos ojos de la bruja. No solo despierto sufría alucinaciones, a menudo tenía malos sueños, me levantaba, muy inquieto, escuchaba pasos cerca de mi cuarto, de suelas gastadas y uñas arañando los barandales de la escalera junto a mi puerta. Empero, cuando despertaba sobresaltado y valientemente salía a observar, no había nada. En otras ocasiones no me atrevía a salir de la cama, y atribuía aquellas perturbaciones a mi imaginación o a sonidos comunes de la calle.
No obstante, en mi mente algo me decía que estaba errado.

Por aquella época yo ya era un hombre de mediana edad. Había estudiado una carrera profesional con maestros particulares que bondadosamente mi padre pudo pagar. Ya tenía edad y la capacidad para ejercer mi carrera, para trabajar de sol a sombra, y así lo hice. También estaba en edad de casarme, pero no pensaba mucho en mujeres. La sola idea de que pudieran envejecer y verse como la bruja de mis alucinaciones me hacía rechazar toda idea de relación a largo plazo con una fémina. Mis amigos varones, que conocían mi problema, se reían siempre de ello considerándolo una tontería, diciendo que las mujeres más sinvergüenzas son las mayores y nunca faltaba uno que me ofreciera pasar una noche con alguna amiguita suya que ya había pasado los treinta y cinco años. Aquellas proposiciones me hacían temblar y en más de una ocasión intenté escapar de mis amigotes. Empero, siempre había uno o dos que me consolaban y me aconsejaban ir donde un especialista. Lo hice, fui a ver doctores, psicólogos, psiquiatras, curanderos, y solo una vez un insólito chamán que mi padre me recomendó, y al que nunca volví a ver, me dijo que yo era producto de un maleficio familiar. Creo que con eso quedaba resuelta la gran duda de toda mi vida, de por qué sentía tanto miedo de las mujeres añosas: había sido una vieja con habilidades para la brujería la que me había maldecido.

Por aquellos difíciles días murió mi padre. Antes de partir, me legó todos sus bienes. El hecho de quedarme solo en la vida resultó para mí un tanto chocante, pero conseguí reponerme. Me hice cargo de los negocios de mi progenitor y en adelante aquello marchó bien. Por supuesto, evitaba tener contacto con mujeres viejas o maduras y no contrataba personal en las empresas que rebasara los cuarenta años de edad. Aún ponía en jaque a los empleados varones, por si tenían alguna esposa que pudiera visitarlos en las oficinas. Todos los corredores y estancias, incluso los pisos menos visitados por los clientes, brillaban con la presencia de jóvenes secretarias, con contrato para diez años máximo.
Mi mal decreció por un tiempo, mas sabía que no sería por mucho y que debía ser cuidadoso. Quería dejar de creer en los malos sueños y alucinaciones, ya no deseaba padecer a ese trance; de hecho, me sentía bien cuando sacaba de mi cabeza la idea de la maldición. Asumí como trastornos mentales aquellas visiones y pesadillas, en las cuales la bruja me llevaba en brazos, como un ladrón que secuestra a un niño indefenso; a pesar de que esas tribulaciones lucían reales, me dije que en realidad todo se hallaba en mi cabeza.
Estaba equivocado.

Con el transcurrir de los años tuve una vida próspera (sin mencionar los eventuales conflictos que me producía observar a una mujer mayor.) No estaba solo, tenía amigos que me habían sido leales toda la vida y que evitaban que se me acercase alguna mujer de las características que tanto temía yo. Mi extraño comportamiento obviamente despertó sospechas entre los que me conocían, quizá pudieron pensar que estaba loco, pero ¿quién podía saber la verdad? ¿Acaso era un trauma de infancia? ¿Acaso era un simple e inocente pánico a las arrugas? No era simple, sino enfermizo. Una vez se me acercó una limosnera y un amigo mío, más joven y muy rudo, la apartó de una bofetada, me sentí bien porque sus ojos parecían ser los del demonio que me perseguía. En otra ocasión una mujer de unos cuarenta y dos años, y embarazada, quiso platicar conmigo de modo urgente porque yo había despedido a su hijo, debido a que este se enfermaba demasiado. La retiramos casi a la fuerza, pero cuando vi que los empleados bajo mi tutela casi iban a agredirla, los detuve y decidí arreglar todo de una forma correcta. Mi anomalía me estaba traumatizando, convirtiéndome en una especie de rata sucia que no respetaba a las señoras de mayor edad, pero debo decir algo bastante curioso: cuando atrevidamente me paré en la ventana de mi oficina para ver a esa mujer alejarse, ella volteó de súbito, sin darme tiempo a reaccionar y ocultarme, dirigió su vista hacia mí, tenía unos terribles ojos que brillaban con una maligna luminosidad roja, dos esferas infernales que me habían perseguido durante toda mi vida.

Al cumplir cuarenta años, se produjo el desastre.
Yo era un hombre maduro, no obstante, conservaba intacto mi miedo a las mujeres mayores; ya había aprendido a convivir con esa maligna fobia. Pensé en todo lo que había hecho, en todas las precauciones que había tomado, incluso tenía una casa en las afueras de la ciudad, alejada de cualquier peligro inmediato, pues se hallaba rodeada por un bosquecillo que no daba espacio para la visita de vecinos, además mi enorme y sólida reja en la entrada estaba resguardada por dos perros grandes y dos forzudos guardias. Claro, las medidas eran un poco ingenuas, la bruja solo tenía que volar y entrar por mi habitación, la cual estaba reforzada con gruesos fierros en las ventanas para evitar los robos. También contaba con imágenes religiosas, hacía unos años decidí dedicar mi vida al catolicismo y vencí, gracias a eso, parte de mi miedo, el cual regresaba cada cierto tiempo haciéndome saltar del suelo o de la cama, al igual que cuando era niño y era más impresionable. El trance nunca terminaba. La bruja siempre volvía para acecharme.
Aquel día, de mi cumpleaños, después de una gran fiesta, fui a la calle con varios amigos, un grupo de los mejores que había tenido. Eran las cuatro de la madrugada. Salimos de mi casa, dejamos las habitaciones llenas de mozuelas, ebrias y satisfechas, y repleta de amigos más jóvenes, quienes también habían bebido más de la cuenta, debido a la candidez de sus años. Todos cruzamos el bosquecillo y decidimos salir de mi propiedad, ir un rato a una tienda cercana, donde se vendía toda clase de productos, que se ubicaba a unas calles de mi mansión. Queríamos comprar más licor, entre otras cosas. Platicábamos y reíamos cuando apareció aquello.
Eso, ella salió de la nada.

¿Quién hubiera podido prever que de repente a esa hora de la madrugada, de un pasillo de la amplia tienda, surgiría esa mujer de largos huesos que caminaba medio encorvada, tapando su rostro con un amplio sombrero de paja? No se le veía el rostro, pero mis amigos, otros clientes y el dueño de la tienda se quedaron paralizados del temor. El tiempo se congeló alrededor mío, entonces vi, con mis ojos casi desorbitados, un pequeño caballito de madera que se movía solo, con lentitud, en un extremo del local. Las luces se apagaron y la terrorífica figura vestida de negro me dijo con una voz de ultratumba:
Ese juguete pertenecía a tu madre.
Huí de ese sitio a la carrera, sin embargo no llegué muy lejos, pues afuera del local y en medio de la calle, tras haber avanzado unos cuantos pasos, me quedé sin movimiento.
¡Oh, Dios mío, protégeme, esto no está pasando!
Dejé de ser dueño de mi propio cuerpo. Escuchaba una risa desquiciada, espectral que se acercaba a espaldas mías, tomándose su tiempo para ver gozosa mi suplicio. Me oriné en los pantalones mientras todos mis amigos me observaban desde la puerta de la tienda, creo que alguien dijo que llamaría por teléfono a la policía, que lo estaba haciendo, que la línea se había cortado. Algunos rayos del cielo empezaron a dispararse hacia las casas sembrando un sonoro caos cerca de mí. Todo era real. Ahí estaba yo, viviendo al fin la pesadilla con la que siempre soñé. Miré los grandes vidrios de la tienda, descubría que no era yo mismo la víctima de aquel bizarro acontecimiento, era mi yo cuando era niño.
Estaba rejuveneciendo, regresando en el tiempo corporalmente, ahora tenía diez años, y mi edad seguía retrocediendo de forma acelerada. Ante tal hecho insólito, se me ocurrió que tal vez todo era producto de un nuevo y trágico sueño, el peor de todos, pero mi pensamiento era erróneo; el espectro diabólico se encargó de volverme a la realidad:
Esto no es un sueño. Esto es tu fin. Por tu culpa y la de tu padre nunca volveré a ver a mi niña jugar en su caballito de madera otra vez. Venganza. Venganzaaaaaaaa.
Lo comprendí todo. Comencé a llorar, me lamentaba, rogaba; me miré en el reflejo de los vitrales, ya tenía unos siete años, seis años, y continuaba decreciendo. Yo aún no nacía, no fue mi culpa, no obstante, la bruja era despiadada. Se quitó la enorme gorra, deseé que jamás lo hubiese hecho, vi su calva horrenda, llena de venas, anormalmente hinchadas, con algunos gusanos gordos y movedizos saliendo de su cráneo moteado. No tenía cabellos, los anélidos los reemplazaban. Sus ojos eran grandes y ovalados, como huevos de avestruz, desproporcionados con respecto al resto de su cara, siempre con un intenso brillo rojo, como el centro de un volcán a punto de erupcionar desde el centro del infierno. Su gigantesca nariz parecía el pico de un tucán. Su boca, al principio, no tenía dientes, empero, vi como de la nada le empezaron a crecer colmillos del tamaño de los de una morsa. Vi su lengua, bifurcada en la punta, como la de las serpientes, crecer a una extensión desmesurada; bordeándome con esta, me levantó en el aire mientras sentía que me desmayaba, que perdía la conciencia, como cuando se tiene menos de cinco años. Del fondo de su garganta salía un líquido viscoso, el cual hacía hoyos en el suelo al caer.
Los presentes se pusieron histéricos ante tales visiones abominables y carentes de toda lógica. Algunos de ellos vomitaron, otros se desmayaron, otros se orinaron, los más fuertes se quedaron boquiabiertos, varios en estado de shock, así se quedarían el resto de sus vidas.
La bruja se quitó todas las vestimentas y quedó al descubierto su indescriptible cuerpo escamoso y encorvado. En ese instante me pareció que la ciudad entera se estremecía.

Yo había cumplido cuarenta años cuando aquello ocurrió, el final de mi vida. Un final en retroceso, porque estoy seguro que ya era un bebé o tenía al menos el tamaño de este cuando la horrible criatura me devoró entero. Luego lanzó un aullido de satisfacción, limpiándose la sangre con sus gigantescas manos, atravesadas por asquerosas uñas, lanzas filudas y negras. No dejaba de reírse, aunque tal vez era un llanto y no una risa, algo desgarrador que alcanzó mayor intensidad cuando sus ojos brillaron con gran potencia y se elevó a un cielo que ya estaba mostrando algunos débiles rayos solares. El diabólico ser, tal vez asustado por la proximidad del alba, desapareció por los aires montando en el caballito de madera que estaba cerca, el engendro emitió algunos rugidos indescriptibles que hicieron eco todavía varios minutos después de que todo vestigio visual se hubiese borrado; ni sangre, ni restos, ni el menor rastro de cierto hombre que temía a las arrugas. Nada. Solo un débil olor a inmundicia y corrupción.

Ninguno de los que presenciaron el obsceno hecho pudo nunca explicar lo ocurrido aquella madrugada.

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